De fuegos artificiales e incendios de la conciencia

De fuegos artificiales e incendios de la conciencia

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Ya lo decía el viejo Will, el de Stratford-on-Avon: “La bala de oro tumba torre, castillo y ciudad”. Don Cristóforo, el Almirante de la Mar Océano, manifestaba con entusiasmo y exaltación trepidante que “El oro es excelentísimo, del oro se hace el tesoro y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo y llega su poder a echar las ánimas del purgatorio”. Pero no estaban ambos diciendo nada nuevo, ya Sófocles, el poeta trágico griego de casi cinco siglos antes de Cristo pone en boca de Creonte, en su drama Antígona, que “No ha habido entre los hombres invención más funesta que el dinero; ella enseña a los hombres a valerse de todos los medios y a ingeniarse para cometer toda clase de impiedad”.

Es el oro el culpable de los grandes crímenes… vamos, no él, no el metal en sí, sino lo que representa, y el efecto que produce en los humanos. Por estas realidades me siento tonto y perdedor de tiempo al pronunciarme en contra de la venta de los llamados “fuegos artificiales” que no son “fuegos de arte” si no de drama, de horribles quemaduras y ocasionalmente provocadores de amputaciones. Al parecer, vamos peor cada año. El sistema hospitalario para quemaduras graves recibe cada vez mayor número de víctimas de estos artefactos explosivos que en lugar de embellecer el cielo con efectos luminosos de dudosa justificación, lo que logran es traer dolor y drama.

Yo me pregunto, ¿cómo en tiempos como los actuales, que no son bonancibles para la economía familiar (porque de lo gubernamental nunca se sabe nada a ciencia cierta) los cabezas de familia permiten que sus dependientes tiren el dinero en la compra de explosivos, conociendo sus peligros y la eventual consecuencia de un drama imborrable?

Y hay más.

Con el drama de los disparos al aire es muy fácil, entre explosiones de cohetes, montantes y etc. de gran potencia, que sean irreconocibles los disparos de armas de fuego, sean pistolas, o revólveres (parece que desprestigiados por la sofisticación de las armas automáticas de guerra).

Si esas balas que caen, frías, desde gran altura, destrozan la vida de niños que duermen en su cuna, o de plácidos adultos que reposan en sus pobres viviendas los magros resultados de un día de labor mal pagada, eso no importa. Pareciera que las balas, las municiones, son baratas, y no lo son según me informan.

O es que constituye una demostración de nivel económico, el hecho de sacar una costosa pistola y disparar contra el cielo (en más de un sentido) sin que importe sobre quién puede caer el plomo atraído por la inevitable gravedad terráquea.

Y la eventual muerte o daño inmenso que cause tal pieza de muerte, planeada y construida para matar.

La práctica de celebrar con disparos o explosiones de los llamados “fuegos artificiales” tiene una extensión y trayectoria que no voy a intentar trazar, aunque tenga el recuerdo de bellas exhibiciones de fuegos de artificio tanto en Estados Unidos como en Europa, cuando la noche se llenaba de flores y diseños de colores sin estruendos ni peligros para los espectadores. Eso viene de lejos, pero en ocasiones el despliegue de esta técnica, manejada por expertos, deja incluso una constancia histórica como los grandes fuegos artificiales desplegados en Green Park, Londres, el 27 de abril de 1749 para festejar el tratado de Aix-la-Chapelle, ocasión para la cual Georg Frideric Handel escribió su famosa Suite “Fireworks Music” que yo he interpretado como director en diversas ocasiones, y que registra luminosidad, grandeza y paz.

No obstante, entre nosotros, los fuegos artificiales constituyen un peligro grave. Año por año se repiten los lamentables accidentes causados por estos supuestos resaltadores de la alegría que, en manos inexpertas y despreocupadas causan daños irreversibles y son proveedores de dolor perdurable.

El oftalmólogo cirujano Dr. Juan Lorenzo Ubiera declara que en Navidad surge una cantidad alarmante de accidentes, en los cuales las víctimas pierden el ojo afectado, que es necesario extirpar. Las quemaduras, leves o graves, se repiten anualmente, como se repite la promesa de las autoridades en canto a que habrán de prohibir los fuegos artificiales.

Y no se trata de prohibirlos radicalmente, sino confinar su utilización a expertos. Prohibir la venta indiscriminada de explosivos, considerados festivos, al público en general.

¡Ah !…pero está el negocio…que suponemos en manos militares o de algún alto poder. Es lo mismo que esa venta de armas de fuego a crédito, con descuentos y facilidades.

A lo que vamos es que no ejercemos la estabilidad. Año tras año se habla de que serán prohibidos los fuegos artificiales…que de artificiales no tienen nada esos explosivos “tumba-gobierno” como les llaman, y que efectivamente tienen alta potencia, capaz de hacer saltar una pesada lata u otro objeto colocado encima del cohete.

¿Por qué esa permisividad?

Por el dinero. Por el poder.

Es cuestión de dinero.

Ese que Sófocles consideraba la invención más funesta del hombre.

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