En los años que abarcan mis recuerdos, ha habido un descenso agudo en el respeto por la edad. Sabemos que este descenso comenzó a moverse tan pronto como se destruyó el mundo anterior a la Primera Guerra Mundial. Un mundo “seguro” de acuerdo al ambiente que tenía para las naciones más importantes, las que estaban -dentro del espléndido continente europeo- a la cabeza de la corrección, del orden, de la vida amable.
Cuán vasta fue la decepción para aquellos que tuvieron el privilegio de vivir dentro de aquel mundo, al contemplar más tarde la verdad de aquella seguridad; comprobar, durante la Segunda Guerra Mundial, lo hueco de aquella civilización.
Aquella época previa a la guerra, en la cual los jóvenes usaban gafas sin necesitarlas, y se cubrían el rostro con una barba a fin de disfrazar su juventud -a lo Freud-, época en la cual ser “respetable” era una aspiración digna de los mayores esfuerzos, fue la última depositaria de todo el respeto por la edad, que el hombre siempre mantuvo, de lo cual son testimonios los primeros consejos de ancianos, que se pierden en la distancia del nacimiento mismo de la historia; los primeros jueces, los primeros guías de las cosas profundas del hombre.
La actual falta de respeto a la edad humana no es otra cosa que el producto secundario de la perplejitud frente a los altos valores del hombre, que dos guerras, las más terribles que se conocen, convirtieron en añicos.
Las guerras son cosa vieja, y el hombre siempre estuvo, más o menos, familiarizado con ellas. También conoció ejércitos enormes; en el 490 antes de Cristo, diez mil griegos organizados como ejército -en el sentido moderno del término- rechazaron a cien mil infantes persas y diez mil jinetes en Maratón. En Alesia, cerca de Dijon, en Francia, el ejército de César, compuesto de sesenta mil hombres, se vio atrapado por cien mil galos que venían en defensa del sitiado Vercingetorix.
Bajo Augusto César se organizaron 25 legiones de doce mil hombres, formando un ejército de trescientos diez mil militares bajo el mando supremo de Augusto.
Pero nunca estuvo el individuo más incapacitado que hoy para protegerse. Su atacante de otro tiempo se le colocaba a corta distancia y la capacidad combativa, el valor y la destreza, constituían una seguridad para el hombre.
Esos tiempos se fueron. Con la Primera Guerra Mundial se acabó la caballerosidad que tras muchos siglos de práctica guerrera llegó a alcanzar el combatiente, y entonces se conoció una nueva dimensión de la muerte en masa.
La Segunda Guerra Mundial trajo aun nuevas magnitudes de horror y aniquilamiento. Se conocieron términos tales como campos de exterminio, nombres de lugares como Auschwitz, sucesos como los de Pearl Harbor, acontecimientos como la caída de la primera bomba atómica sobre Hiroshima.
Pero acontecimientos trascendentales habrían de seguir conmocionando al hombre; llegaron nuevas guerras aisladas, en función de tumores acusando una infección medio escondida en un grupo de jefes políticos que, escudados en intereses supuestamente religiosos, movidos por el poder y el dinero, mantienen sobre la humanidad el peligro de una catástrofe sin precedentes.
Peligro que se mantiene latente mediante anuncios del alcance y precisión de proyectiles y cohetes intercontinentales y alguna vitrina de exhibición de poderío bélico.
¿Quién podría escapar al horror de un conflicto armado entre las grandes potencias del mundo actual? ¿Qué rincón del globo podría considerarse seguro? Nunca hasta ahora hubo tanto poder en manos de tan pocos.
Y tanto peligro.
Eso asusta y desconcierta internamente.
Por eso es tan inquietante que el gran poder bélico pueda estar en manos inadecuadas y erráticas.
Especialmente cuando se trata de grandes potencias.