SERGIO SARITA VALDEZ
Los grandes avances tecnológicos de los últimos quince años no solo han contribuido enormemente a acortar las distancias entre los pueblos sino que han logrado ampliar y reforzar la capacidad de memoria de la gente. La grabación y transmisión simultánea de imágenes sonido a través de Internet y del cable de la televisión nos dan la sensación de testigo de primera línea ante eventos que suceden de uno a otro confín del mundo. Aún están latentes los desgarrantes reportajes directos y en vivo que recorrieron varios continentes mostrando el manejo despiadado e inhumano, por parte de las pasadas autoridades del gobierno perredeísta, respecto a los cadáveres de las víctimas del desastre natural de Jimaní.
Todavía no se han podido contabilizar con exactitud los centenares de personas que murieron como resultado del desbordamiento que inundó y arrasó aquel desdichado poblado sureño del país.
Recordamos que en esa trágica ocasión nos ofertamos en nuestra condición de patólogo forense para ayudar a implementar una metodología científica adecuada y moderna para enfrentar la catástrofe. Hubo oído sordo y ni siquiera apareció una sola persona que se diera por enterado muy a pesar de nosotros haber hecho el planteamiento de manera pública. Lo peor del caso es que el equipo forense gubernamental no puso un solo pie en el sitio donde se apilaban los muertos.
¡Quien no recuerda la gran fosa que se abrió cercano al lugar y la pala mecánica utilizada para lanzar al fondo de dicho precipicio artificial los cuerpos sin vida de niños, jóvenes, adultos y ancianos, los cuales caían sin contemplación cual objetos sin valor que se tira al basurero! Transmitimos al exterior la imagen de una nación salvaje huérfana de respeto y de dignidad hacia sus difuntos. Muchos creyeron que los dominicanos habíamos perdido nuestras raíces cristianas y que la piedad era una virtud desconocida por estos lares.
A menos de siete meses de gobierno peledeísta se nos presenta la bochornosa y condenable trifulca en el recinto carcelario de la ciudad sagrada de Higuey, la cual fue seguida de un voraz incendio que segó la vida de 136 reos y causó serias quemaduras a otros que sobrevivieron el siniestro. A pocas horas del suceso y en horas de la madrugada del lunes 7 de marzo de 2005 fuimos enterados de la dimensión del fuego. De inmediato dimos inicio a los preparativos relacionados con el traslado del personal forense hacia la región oriental.
Llegamos a la cárcel higueyana a las 9:20 am. en donde inspeccionamos y evaluamos la dimensión de la tragedia. Dimos las instrucciones de lugar para que los difuntos fuesen removidos y trasladados ordenadamente al patio de la morgue del Hospital Nuestra Señora de la Altagracia. Una vez allí, se habilitaron carpas, así como furgones con contenedores refrigerados y varios acondicionadores de aire, a fin de garantizar la cadena de frío indispensable para evitar el rápido deterioro de los cuerpos calcinados. Los equipos de trabajos estuvieron encabezados por un patólogo forense y conformados por patólogos ayudantes, médicos, odontólogos y técnicos forenses; apoyados por personal de la Defensa Civil, Cruz Roja, bomberos, Fuerzas Armadas y Policía Nacional, Ayuntamiento, Iglesia, y grupos de voluntarios diversos.
El manejo de los fenecidos se instrumentó obedeciendo a prioridades de identificación, determinación de causa y de manera de muerte y se hizo de la forma siguiente:
1. Clasificación de los cadáveres en tres categorías tomando como base a la severidad del daño causado por las llamas.
2. Elaboración de una ficha para posterior identificación, ello incluyó el registro y diagramación dental, levantamiento de huellas digitales y la descripción de las características corporales.
3. Examen externo de cada cuerpo y autopsia de los heridos de bala o por arma de fuego.
4. Documentación fotográfica
5. Depósito de los cadáveres ya estudiados en un furgón refrigerado
6. Entrevista a familiares para fines de identificación y entrega de las víctimas registradas y estudiadas. Se contabilizaron 135 defunciones, todos masculinos con edades que oscilaban entre los 18 y los 60 años con una mediana de 25 años. La mayoría presentaba rasgos mestizos. En un caso el deceso se debió a herida por arma de fuego tipo pistola con orificio de entrada en la espalda y con salida en la parte anterior del torax. Cuatro casos mostraron heridas arma blanca tipo machete y cuchillo, las cuales no tenían un carácter mortal. 134 de las muertes se debieron a intoxicación por monóxido carbono generado por las llamas del fuego. 73 cadáveres fueron entregados en ataúdes a sus dolientes. Se les facilitó el transporte en ambulancia hacia el sitio de enterramiento.
Se acordó que transcurridas 72 horas los fallecidos que aún no habían sido reclamados por familiares serían inhumados en nichos individuales marcados con el número de ficha forense para así facilitar el reconocimiento final por parte de las familias enlutadas. En la mañana del viernes 11 de Marzo de 2005 se procedió a enterrar las últimas 63 victimas de la tragedia carcelaria. Durante el acto de sepelio, el obispo de la diócesis La Altagracia, Monseñor Gregorio Nicanor Peña dirigió una misa en honor a los infortunados. El alto dignatario de la iglesia destacó durante la homilía que los cadáveres fueron sepultados de manera digna.
Reconocemos las diferencias entre la tragedia ocurrida durante el gobierno pasado en la provincia Independencia y la acontecida esta vez en la provincia La Altagracia. Sin embargo, podemos afirmar que entre la forma en que se manejaron ambas situaciones forenses existe una distancia tan grande como la que existe entre Jimaní e Higüey.