DE JOSÉ MARTÍ A CELSA ALBERT: INÉDITO ABECEDARIO DE ENCUENTROS

DE JOSÉ MARTÍ A CELSA ALBERT: INÉDITO ABECEDARIO DE ENCUENTROS

Cuando Celsa Albert Batista comenzó a ir a la escuela Nuestra Señora de la Altagracia, en el Batey Higueral, ignoraba que hacía más de un siglo el poeta, ensayista, periodista y prócer cubano José Martí había dicho:
“Si la educación de los hombres es la forma de los pueblos, la educación de la mujer garantiza y anuncia los hombres que de ella han de surgir”.
Como en toda familia trabajadora, sus padres no ignoraban que en La Romana de entonces solo la educación podía permitirle a sus hijos construirse el futuro al que aspiraran, y que para ello debían practicar una de las reglas básicas del clásico Martiano para la infancia: La Edad de Oro:
“Las niñas deben saber lo mismo que los niños, para poder hablar con ellos como amigos”.
O, una de las reglas de oro de Los Escritos de José Martí, de 1889:
“La mujer debe aprender, en lo esencial al menos, cuanto aprende el hombre, para que no se haga, por incompetencia de la mente, el frío de la casa”.
Ni los padres de Celsa, ni Celsa, habían tenido la oportunidad de viajar y notar, como lo hizo constar José Martí en 1882, en el periódico La Opinión, de Caracas, que en otras tierras, tierras nuevas como la de Massachusetts:
“Hay premura por dar a la mujer medios honestos y amplios de existir, que le vengan de su propia labor, lo cual le asegurara la dicha porque enalteciendo su mente con sólidos estudios, vivirá a la par del hombre como compañera y no a sus pies como juguete hermoso, porque bastándose a sí misma no tendrá prisa en colgarse del que pasa, como aguinaldo del muro, sino que conocerá y escogerá y desdeñara al ruin y al engañador y tomará (como compañero) al laborioso y sincero”.
Su primera batalla, en la muy temprana infancia, fue cuando aprendió a leer y su padre estimó que eso ya era suficiente para que pudiera desempeñarse en la vida que le esperaba, como mujer y madre. Celsa apeló a su madre, quien ganó la batalla de las ideas con el padre, pero este, en represalia, le quitó el burro con el cual Celsa iba a la escuela, obligándola a caminar tres horas, seis diarias, a través de plantíos de caña de azúcar, para ir a la escuela y completar la intermedia.
Celsa era también muy joven cuando debió entender que solo podría continuar estudiando si combinaba estudio con trabajo. Por eso, casi niña, se estrena como maestra y catequista en el Barrio Bancola, y cuando trasladaron a su padre, mecánico del central, continúa sus labores en el Batey 92.
Se preparaba entonces, sin saberlo, a remar sola en las aguas difíciles de esta media isla, y más tarde, en las aguas quizás menos difíciles de México, donde los esfuerzos por la educación de “la raza cósmica” de Vasconcelos, y el legado de Gabriela Mistral y su peregrinar por todo el país azteca (sentando las bases de la educación de los indígenas), habían creado un clima de apertura y solidaridad hacia América Latina y el Caribe, según lo testimonia don Pedro Henríquez Ureña.
Celsa buscaría en las culturas originales del continente parte de sus raíces, y las posibles similitudes con una cultura de la cual ella es testimonio viviente: la cultura de la diáspora africana, de la colonización, de la esclavitud de hombres, mujeres, niñas y niños, del exterminio de la raza indígena pero, sobre todo y visceralmente, de la mujer negra y esclava.
Por eso, cuando Celsa se encuentra con José Martí sucede lo que siempre acontece con el amor a primera vista: un reconocimiento en el otro de nuestras búsquedas, de la palabra exacta. Un encuentro con el inédito abecedario que ese otro u otra creó mucho antes que nosotros, o nosotras, como si el mundo de las ideas fuese circular y los espíritus afines solo estuviesen separados de nosotras por esa fracción de tiempo universal que es un siglo.
Y, como en todo amor, del asombro original al estudio de las ideas, en este caso las ideas pedagógicas de José Martí, fue solo un paso. Paso que se giganta con su tesis doctoral, la cual culmina sus estudios de educación y antropología en México y le gana una premiación por el Gobierno de Cuba y la UNESCO, en el Centenario de José Martí. Tesis doctoral de Celsa sobre las ideas pedagógicas del prócer, que sigue los pasos de Camila Henríquez Ureña, en su estudio y tesis doctoral sobre las Ideas Pedagógicas de Eugenio María de Hostos, y que amplía nuestro conocimiento sobre la vida y obra de estos dos titanes del pensamiento antillano, caribeñista y latinoamericanista, el legado más preclaro y perenne de nuestra región al mundo.
Y si de celebraciones se trataba, quizás la mayor era reconfirmar cómo el estudio es siempre el puente no solo hacia una reafirmación de la autoestima, de nuestra identidad, de nuestra ciudadanía, sino hacia un equilibrio en nuestra relación con los demás. Un peldaño en nuestro devenir social, algo que en una media isla como la nuestra, donde las niñas se embarazan a los doce años; y predomina la pedofilia y la prostitución como práctica aceptada en las zonas rurales y barrios urbanos, es un ejemplo a difundir, una práctica a emular, un paradigma que crear en esta aridez de paradigmas que es hoy nuestra sociedad dominicana.
Rodeada en el Batey, de niñas y muchachas víctimas de embarazos tempranos, sin sueños ni dientes a los veinte y tantos años, condenadas a criar niños, como ellas, sin futuro, Celsa Albert, una niña de un batey de La Romana, no tuvo, a decir de José Martí, que:
“…vender besos para conseguir panes”.
Y no los tuvo que vender, porque por la visión y amor de los suyos, y la lucha de maestros como Eugenio María de Hostos, Salomé Ureña de Henríquez y las profesoras de su Instituto, Camila Henríquez Ureña, Pedro Henríquez Ureña, Ercilia Pepín (en Santiago) y el propio José Martí, niñas como Celsa Albert (hoy vicerrectora académica de la Universidad Católica Santo Domingo) y gestora cultural de larga data; también autora de los libros: “Los africanos y nuestra isla”; “La poesía como reflejo de la Historia”; y “Mujer y esclavitud en Santo Domingo”, han podido llevar a la vida de la nación (también según José Martí):
“Sensibilidad y semilla de intelecto”.
Sensibilidad para mirar y mirarse, como mujer negra en una sociedad donde todos y todas somos “indios”. Sensibilidad para descubrir que en la lengua española no existimos como género, diluidas en un “el hombre” que está supuesto a definirnos como humanidad, sensibilidad para descubrir que la palabra “negro” siempre tiene una connotación negativa y entender que un niño o niña que crece con un lenguaje donde su color significa oscuridad crece herido, o herida en su autoestima.
Intelecto, para ondear su afro y su risa en academias que aún no la integran, a pesar de todos sus méritos nacionales e internacionales y para no perder su fe en el Creador y en el ser humano, que la convirtió en estandarte de la juventud de su provincia: La Romana, y el país.

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