POR LEÓN DAVID
El avisado lector no habrá dejado de advertir que nosotros, los mestizos descendientes de la raza ibera, -por motivos en los que no quiero adentrarme al filo de estas cavilaciones-, hemos manifestado hasta el sol de hoy una infatigable propensión a la garrulería. Hasta tal extremo solemos rendir pleitesía a la palabra, que sólo de raro en raro, cuando los astros nos son propicios, logra un puñado de escritores eludir los traicioneros boscajes de la locuacidad.
Así como nos apasiona el lujo y nos deslumbra todo lo que brilla y nos relamemos de puro anticipar el goce con que la pompa, la inflada apariencia y el boato nos gratificarán, así también somos incapaces de resistirnos a la seducción del discurso florido, empedrado de ornamentos ociosos y abigarradas fruslerías.
Entre los literatos de nuestra casta y solar, el marcado favor por los exornos retóricos muestra síntomas de tesonera enfermedad, incontinencia verbal por cierto contagiosa… La externa musicalidad del ademán lingüístico nos cautiva; exultamos de júbilo pueril ante la cadencia majestuosa y severa del período, que enrollándose y desenrollándose, estirándose y encogiéndose entre apremios semánticos, giros inesperados y arrepentimientos súbitos, avanza hacia la predecible epifanía del punto final, saludado por clarines estruendosos y redobles de tambor; cultivamos, fervorosos, la superflua abundancia; nos aqueja el horror al vacío; instintivamente atiborramos la plática con toda suerte de vocablos de insustancial cariz y atropellada procedencia que concluyen por infundir a la expresión un aspecto hirsuto, artificioso, desasosegado, de tan ardua catadura gramatical que no por casualidad trae a la memoria los frenéticos encantos del estilo churrigueresco; caemos de hinojos ante la rugosa sonoridad de este término exótico o el ceño arisco de estotra fosilizada voz. Para poder atornillar al párrafo la palabra de viso insólito, no nos arredra penalizar el pensamiento con un largo e innecesario rodeo. A la noción formulada con la modesta gracia de la claridad, preferimos siempre la construcción enrevesada que al instaurar la ambigüedad, preña de misteriosas lobregueces el discurso. Bajo el signo de la opulencia, de la sobreabundancia, consentimos que el razonamiento bogue sin brújula, y entonces, perdido el rumbo, desperdigadas las ideas, la reflexión naufraga contra los arrecifes de un pintoresquismo sensacionalista e infecundo. Cedemos sin pudor alguno la templanza no es nuestra de virtud- a la voluptuosidad de las imágenes. De parejo modo a como las baratijas del conquistador embaucaban al isleño aborigen, encandilan al grueso de nuestros escritores los efectos de feria que en el cuerpo flexible de la cláusula provocan el rotundo adjetivo, la comparación inoportuna, la prescindible hipérbole.
Adolecemos de incurable quebranto: hablar inmoderadamente, mostrarnos refractarios a la lúcida gimnasia de la poda verbal. Aunque, a decir verdad, nuestro problema no consiste tanto en que nos plazca la exuberancia retórica o nos enloquezcan los presuntuosos quiebros de la dicción altisonante, como en la flaqueza conceptual que acompaña usualmente a los excesos referidos.
Pululan en estos americanos territorios los charlatanes de toda laya. Sospecho que la razón de que semejante especie de escribientes prospere con tan envidiable fortuna hay que atribuirla, antes que a la supuesta impetuosidad del temperamento latino o a las mórbidas languideces de la sangre mestiza, a una absoluta ausencia de disciplina mental.
La incuria ha sido siempre fértil en redundantes peroratas. Más fácilmente se muestra parco en el decir el sabio que el bellaco. Suele la plebeyez del gusto confundir el cacareo estéril propio de una verbosidad sin freno con las probadas bondades de la cultura depurada y la inteligencia superior.
Expresarse con gallardía, elevar el tono, engalanar la prosa es tarea digna de aplauso a la que ninguna pluma que aspire a rebasar los bajíos de la mediocridad puede dejar de emplearse a fondo. Empero, pareja empresa supone mente ilustrada y acuidad de criterio.
El barroquismo de buena ley, el que la frondosidad del temperamento gesta, ha de ser aceptado. Como acogeremos también, si revela tener el mismo origen, la descarnada parsimonia. Lo que de ningún modo resulta tolerable es que, so pretexto de rehuir el lugar común, demos en la barbarie de la hinchazón lingüística. Una cosa es repujar el léxico con experimentada mano de orfebre, con exquisita sensibilidad de artista, y otra muy diferente pretender suplir la falta de sustancia con poses teatrales, artificios presuntuosos y desconsiderados rebuscamientos.
Si en la esfera de la conducta moral, es la pedantería lacra vituperable, menos no lo será en los predios estilísticos de la literatura. De hecho, da testimonio de pésimos modales literarios quien se consagra a coleccionar epítetos rumbosos y voces extrañas que duermen en el cementerio del diccionario. De ordinario, el que intenta aparentar lo que no es, cuando presume de aristocrático resbala en el ridículo; cuando alardea de gracioso, no alcanza a esquivar la necedad; cuando se propone llamar nuestra atención haciendo gala de sus conocimientos, no consigue escapar a lo anodino, la trivialidad y el error.
Entre nosotros, los hispanoamericanos, la simulación se ha convertido en imperativa categoría existencial. El empecinamiento en proyectar una imagen adulterada de nuestro propio yo explica, en gran medida, el predominio de la retórica vacía, el apego a la hojarasca y el engolamiento de la voz. Diera la impresión de que estamos siempre pronunciando sentencias definitivas. Se presta el acento de autoridad con que expresamos nuestras opiniones a que el que nos escucha se figure que tenemos la verdad asida por la cola y que no existe en el mundo objeción capaz de hacernos desdecir de nuestras afirmaciones infalibles… No se equivoque nadie, sin embargo: la pose doctoral, las axiomáticas lubricidades del pensamiento, la actitud de envanecida suficiencia, cuando no responden a la más crasa ignorancia, ocultan una no admitida pero ostensible inseguridad..
Concluyo: el vicio de la expresión inflada, en el que incurrimos la mayoría de los hispanohablantes, sólo puede ser eficazmente combatido con una prolongada cura de sobriedad, disciplina retórica y apasionada lucidez… Mientras despreciemos esta receta, amarga pero segura, continuaremos siendo incorregibles charlatanes deslumbrados por la frivolidad y la elocuencia de pacotilla.