De la Constitución estatua a la Constitución viviente

De la Constitución estatua a la Constitución viviente

La muerte del juez supremo estadounidense Antonin Scalia ha puesto de nuevo sobre el tapete el método de interpretación de la Constitución por el cual propugnó antes y después de su llegada a la Suprema Corte de los Estados Unidos y el cual consiste en interpretar la Carta Sustantiva partiendo de la “intención original” del constituyente. Este método se fundamenta en lo que se ha llamado la idea de la “Constitución estatua”, es decir, la Constitución petrificada en la intención original del constituyente, y que está muy ligada a la otra idea de la “Constitución testamento”, o sea, la Ley Fundamental como última voluntad de su redactor a la cual deben ceñirse estrictamente las generaciones posteriores (Néstor Pedro Sagues).
Por eso el énfasis de los originalistas en el método literal, textual o gramatical y que responde a un “concepto tipográfico de la Constitución”. Aunque es obvio que, como afirmaba Savigny, “toda interpretación de un texto ha de comenzar con el sentido literal”, no menos cierto es que el método gramatical tiene utilidad donde es menos útil: en la interpretación de cláusulas claras y precisas como la que establece que para ser Presidente de la República se requiere “haber cumplido 30 años de edad” (artículo 123.2 de la Constitución), donde no hay ninguna duda del significado de la disposición, a menos que usted sea ciudadano de Plutón en donde un año equivale a 248 años terrestres, lo cual es, sobra decirlo, bastante improbable por no decir imposible. Pero ¿cómo interpretar gramaticalmente aquellas disposiciones constitucionales redactadas en términos generales –por ejemplo, la ley “no puede ordenar más que lo que es justo y útil para la comunidad ni puede prohibir más que lo que la perjudica” (artículo 40.15 de la Constitución) – y que ofrecen la posibilidad al intérprete de escoger entre una serie de interpretaciones alternativas? ¿Qué es justo? ¿Qué es útil? ¿Qué es perjudicial? Aquí la interpretación gramatical nada tiene que buscar porque el constituyente de manera deliberada elaboró una norma de amplio alcance, formulada en términos generales, como pauta a aplicar por los intérpretes a los concretos casos, conforme a criterios de interpretación que no pueden deducirse del texto mismo o que son, más aún, extrajurídicos.
Scalia trató toda su vida de averiguar la intención original del constituyente. El problema es, sin embargo, que la voluntad del constituyente no es indivisible. Ya lo señala Roberto Gargarella: “Así, por ejemplo, ¿las intenciones de qué individuos debemos tomar en cuenta para evaluar tales ‘intenciones originarias’? ¿Acaso se trata de las intenciones de cada uno de los constituyentes que participaron en debates como los mencionados?; ¿las de quienes tuvieron un papel más relevante en los mismos?; ¿las intenciones de quienes redactaron cada artículo en particular? ¿Y qué hacer con las intenciones de los grupos de presión más influyentes que estuvieron detrás de la redacción de tales artículos? ¿Y respecto de las motivaciones inconscientes, los temores, o los prejuicios de tales individuos? Por otra parte, y en cuanto a las motivaciones conscientes de los que participaron en la obra constituyente, ¿debemos considerar sólo las vinculadas con el dictado de la Constitución, o debemos también admitir aquellas otras relacionadas, por ejemplo con su destino personal? (así, por ejemplo, ¿cómo valorar el apoyo dado a un artículo no tanto por convicciones teóricas, sino por el interés de ganar prestigio dentro de una determinada fracción política?). O también, ¿qué importancia se debe asignar a los que no corrigieron o no enmendaron la Constitución?”.
El Derecho Constitucional no puede desarrollarse efectivamente allí donde prima la concepción de la Constitución estatua. De hecho, la extraordinaria estabilidad de la Constitución estadounidense se debe en gran medida a que los tribunales, ignorando flagrantemente las admoniciones de Scalia contra la creatividad y el activismo judicial, al ejercer el control difuso de la constitucionalidad, han permitido que ésta evolucione y se adapte a la realidad, sin necesidad de mayores cambios textuales, haciendo de ella una verdadera “Constitución viviente”.
El carácter principialista de la Constitución y el hecho de que estos principios contengan conceptos y no concepciones (Dworkin) es lo que permite el desarrollo constitucional, es decir, que la Constitución sea una “living Constitution” con gran capacidad para adaptarse a las nuevas circunstancias. Por eso, el núcleo duro de la Constitución, la naiboa constitucional, no debe ser comprendido a partir de antiguos y superados paradigmas. A la Constitución hay que asumirla también como tarea de renovación y por eso se dice que no es el pasado sino el futuro el verdadero problema de la Constitución.

Como afirma Peter Häberle, el fundamento cultural del Derecho Constitucional emerge desde el momento en que se comprende que la Constitución no es sólo un documento para juristas, sino que es “la expresión de un cierto grado de desarrollo cultural, un medio de autorrepresentación propia de todo un pueblo, espejo de su legado cultural y fundamento de sus esperanzas y deseos”. La Constitución como “organismo viviente”, no como letra muerta, expresa la cultura de un pueblo e incide en ésta. Cuanto más normativa es una Constitución, cuanto menor la brecha entre la normatividad y la realidad, mayor será la identidad entre Constitución y cultura. Pero “los propios textos de la Constitución deben ser literalmente cultivados […] para que devengan auténtica Constitución” (Häberle). Este cultivo constitucional debe partir de una dinámica y evolutiva interpretación, sin la cual se produce el desvanecimiento de la Constitución, la cual muere paulatinamente como una planta que no es regada, porque le falta la fuerza vivificante de la hermenéutica, que da forma y contenido a unas normas que, por sí solas, no son más que un trasunto parcial y ambiguo del ordenamiento constitucional.

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