De la escritura literaria: lloviendo sobre mojado

De la escritura literaria: lloviendo sobre mojado

Nunca he sabido a ciencia cierta en qué consiste la literatura. Lo que sí puedo aseverar sin necesidad de ponerme a cubierto, es que discrepo del criterio que el grueso de la gente asume frente al hecho literario. En efecto, a no juzgar el lector de otra manera, se me hace que para el común de las personas la actividad del literato –júzguela merecedora de la puerta de oro o de la de cuerno- no se diferencia en lo esencial de cualquier otro oficio o profesión de los que tanto abundan en nuestra sociedad.

El literato vendría a ser, pues, el profesional de la escritura hermosa, el individuo cuyo trabajo consiste en cincelar el lenguaje, como el escultor el mármol de la estatua, para dar vida a un contenido de expresión que atrae, seduce, enseña, ilumina y motiva. Y de fijo que nada tendría yo en contra de semejante definición, la cual rinde parias al sentido común, si no fuera por lo de “profesión” u “oficio”. Porque si no estoy en mantillas sobre la materia que nos ocupa, en las circunstancias actuales la categoría de “profesional” tiene –así suena a mis oídos- ribetes oficinescos; importa consagrarse fundamentalmente a un menester claramente delimitado, a un ejercicio especializado que, se supone, provee lo necesario para la subsistencia.

Los profesionales competentes suelen hallarse en la cúspide de la pirámide social, son los verdaderos mentores de la colectividad en esta era de sofisticada civilización tecnológica y científica. Y quien sea de distinta opinión, que se tome la molestia de pasar revista a los altos cargos de la administración pública, desde el Presidente de la República para abajo y cuente  cuáles de ellos están ocupados por profesionales –técnicos, licenciados, doctores- entregados devotamente, entre otras sacrificadas tareas, a la de malversar los fondos del erario público.  Dentro de nuestra estructura social jerárquica, vertical y rígida, el profesional se convierte las más de las veces en un funcionario distinguido.

Y si no lo es, desde luego que resulta siempre candidato privilegiado para ascender por la tentadora escala sembrada de prebendas, promociones, seguridad y otras tantas pequeñas y mediocres satisfacciones  con las que, en aras de evitar los desaires de la fortuna, suele el rebaño humano contentarse. Jamás pondré en tela de juicio la certidumbre de que profesionalismo y jerarquía burocrática están íntima e indisolublemente entreverados… Y, no sé, sería harto placentero para el que estas líneas emborrona que la literatura nada tuviera que ver con esa rolliza y pretenciosa señorona que llamamos burocracia.

De ahí que me encapriche en establecer un tajante deslinde entre los escritores empeñados en hacer literatura genuina, es decir, la destinada a vivir más allá del día, y los funcionarios que con mayor o menor destreza extraen, por hobby o por obligación, palabras de sus plumas. Estos últimos acaso logren expresarse de singular manera, poseer apreciable habilidad para comunicar sus ideas y sentimientos, pero si bien se mira, nunca dejarán de ser por encima de todo funcionarios, agentes pagados al servicio del gobierno de turno, de la moda académica y de la ideología oficial.

Literatura al servicio de sí misma

No arriesgaré suposiciones acerca de lo que el hombre del común pueda pensar sobre el asunto que hemos traído a colación, pero partiendo de mi experiencia ya bastante alongada de escritor, tengo por fuerza que arribar al punto de que la literatura es, aunque no lo sospeche el que la hace, una actividad esencialmente subversiva. Como tal no puede estar sino al servicio de sí misma, o sea, de la transformación de la realidad humana en su más íntima y abarcadora intimidad. Cuando la literatura traiciona ese revolucionario objetivo en el que asienta su más sólida justificación, se vuelve de espaldas a la vida, al futuro y al hombre. No bastan las palabras, por hermosas que sean, para dar nacimiento al hecho literario. O las palabras se transfiguran en el dolor, la alegría, la lucha y las esperanzas de las generaciones que asoman, o se trueca en el látigo dorado de las formas institucionales perimidas.

La literatura es una forma de existencia, no un medio de procurarse el pan ni un instrumento con el que obtener prestigio o notoriedad. La literatura está en la vida, no en los libros; se nutre de cada uno de nuestros actos, sentimientos e ideas. Una cosa es escribir con virtuosismo y otra muy distinta trasmutar cada palabra que brota de la péndola en sangre y en latido. Es ésta la misión del literato. Por ello resulta siempre provocadora e incitante. Más allá del relucir de las palabras, del poder evocador de las metáforas, del iridiscente espejismo de la retórica y la ficción, hay un hombre que nace y un hombre que muere, hay una mujer que concibe y una mujer que alumbra. De ese nacimiento y de esa muerte nos habla la literatura cualquiera sea el tema que el autor nos proponga. O la vida, esta vida maravillosa, mágica, imprevisible y preñada de intratables enigmas, se torna brisa y sol de literaria urdimbre o la literatura se contrae a refinado pasatiempo de los que hace tiempo dejaron de vivir.

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