POR LEÓN DAVID
¿Qué es la grandeza? Ignoro cómo el distraído lector que se ha aventurado por los abruptos parajes de estas cavilaciones respondería a esa pregunta. Temo, empero, que la contestación que el común de la gente le daría desde hace mucho la conozco: Entraña la grandeza majestad y poderío; el oro, la púrpura y la espada son los símbolos inequívocos de su esplendor soberbio y enaltecida dignidad.
Pues no es así. Quien tal cosa se figure de medio a medio se equivoca: confunde peligrosísimo error los atributos externos del mando con las intransferibles cualidades de la persona; dejándose deslumbrar por la pompa del atavío no para mientes en el sujeto al que adorna tan suntuoso ropaje. Que no guarda relación la grandeza con el éxito mundano, ni con el gobierno de las naciones, ni con los caudales que pueda nadie haber atesorado en noches de desvelo y codicia; tampoco se halla emparentada con el atropello impenitente de la fuerza, cuyo ademán atrabiliario repugna a la conciencia honrada y despierta la sana indignación del corazón viril.
Tengo copia de razones para pensar que grande es el hombre que sobre la parte oscura de sí mismo ha sabido triunfar. Porque pareja victoria es harto más difícil, fecunda y concluyente que la que alcanza el general al frente de sus tropas o el autócrata implacable cuando aplasta la conjura que su arbitrariedad e insolencia no pueden menos que desatar. El señorío sobre las propias pasiones, he aquí el signo irrecusable de la grandeza. Convertir en vasallo obsecuente el impulso desordenado y montaraz, someter a la obediencia la veleidosa intemperancia del deseo, silenciar el alboroto de los plebeyos apetitos, el bullicio complaciente y fatuo de la vanidad, éstos son los únicos trabajos que, como Hércules, por imperioso modo se impone el hombre grande. Trabajos fatigosos y dignos de admiración, pues no hay empresa tan erizada de obstáculos, tan empinada y laboriosa, como esa que al final de la jornada consagra al que la cumple monarca de su propia persona, legítimo y aclamado gobernante de la insondable comarca del espíritu.
Es pródiga la historia a sus lecciones siempre cabe recurrir- en personajes ilustres y hechos memorables. Pero el grueso de los nombres que sus páginas, asaz rigurosas y selectivas, ha ido recogiendo en las diversas etapas del ayer, son los de ciertos individuos que, poseyendo alguna cualidad señera, pudieron destacarse por cima de las circunstancias de su época como descuellan los majestuosos perfiles de la cumbre sobre el paisaje demasiado monótono y regular de la planicie. Suman así legión los famosos estrategas, los tribunos elocuentes, los geniales artistas que estamparon su huella en los anales añosos o en la crónica manuscrita sobre el memorioso y amarillento pergamino.
Mas, ¿cuáles de esas figuras que la distancia de los siglos se ha encargado de envolver en la bruma encarecedora del mito, la leyenda y la fábula se ciñeron la corona ejemplar de la grandeza? Muy pocas, en verdad. Seres humanos grandes, auténticamente grandes, sospecho que cada nación que hurgue seriamente en su historia los podrá contar de manera holgada con los cinco dedos de una mano, y talvez enojosa sorpresa, antes que faltar, sobrarán dedos. Porque el talento, si bien no repartido equilibradamente entre todos los miembros de la sociedad, nunca ha dejado de abundar; y la inteligencia, aun cuando carezca de cultivo, crece generosa como la verdolaga; tampoco son raros los caracteres firmes, las mentes sólidas, las sensibilidades refinadas o los cerebros capaces de insospechadas invenciones o de encantadoras y estimulantes utopías.
Sin embargo, la posesión de un atributo excepcional y meritorio no asegura en modo alguno la grandeza. Supone ésta, desde luego, alguna facultad señera que no se da en el hombre ordinario; pero a ese tesoro con el que ha sido favorecido por la fortuna, los azares de la genética y el tamiz de la educación, añade la singular criatura a la que hemos colocado el rótulo de grande un temple moral y una elevación de propósitos que, funcionando a modo de filtro y de cincel, purifica sus vivencias, graba en cada uno de sus actos el marchamo de sus anhelos superiores, la muesca inconfundible de su ideal, la rúbrica de su voluntad irreducible. En el alma modélica de esa noble estirpe de individuos no halla guarida la alevosa alimaña del apocamiento ni encuentra la mezquindad ni las demás ruindades hodiernas que a tantos afectan campo libre donde cometer sus tropelías…
…Codicia, envidia, ausencia de escrúpulos, mostrencas inclinaciones, holgazanería, hábitos torpes y mórbidos fanatismos han envilecido a menudo, en ciertos momentos y circunstancias que la pluma del historiador ha registrado, la conducta de figuras egregias a las que, sin embargo, en virtud de sus trascendentales aportes en el orden político, científico o literario, rinde la humanidad agradecida y respetuosa veneración. Basta que con algún detenimiento espulguemos la biografía de incontables varones cuyos hechos narran los obesos volúmenes de las enciclopedias, para advertir que, de ordinario, la asombrosa agudeza de la mente se alía a una avaricia sórdida; o la valentía capaz de conducir al ara del la inmolación es acompañada por una compulsiva necesidad de poder y de lisonja; o la originalidad de la fantasía creadora anda de manos entrelazadas con la ridícula suficiencia y la arrogancia impúdica.
No es otra la razón de que tantos individuos notables no pudieran alcanzar la grandeza.
Grande es aquel, sólo aquel que, pudiendo bañarse en oro y vestir la púrpura de la opulencia, desprecia las comodidad de la vida tranquila para responder al huraño llamado del deber; grande, el que teniendo en sus manos la posibilidad de decidir sobre vidas y haciendas y contando con los recursos para perpetuarse en el mando, sabe desoír las incitaciones voluptuosas de la fuerza y abrir nuevos espacios de libertad, aun contrariando el clamor de su pueblo; grande, quien ofrenda desinteresadamente el patrimonio de su conocimiento y experiencia sin esperar a cambio honores, aplausos y loa; grande, el que a favor del prójimo tiene la entereza de olvidarse de sí mismo, extrayendo de ese olvido providencial su más elevada recompensa y halagüeña gratificación; grande, en fin, el que todos los días lucha desesperadamente, lúcidamente, para que la pesada carga de la existencia (lastrada por el plomo de oscuros atavismos y de inconmensurable estolidez) se levante a las sutiles regiones donde planea, alas abiertas y corazón altivo, el ideal.
Tal es el rostro que la grandeza me descubre. Y como el hombre grande, demasiado ocupado en sacar brillo al cristal manchado de su época, no se inquieta porque la posteridad tome nota de su misterioso resplandor, frecuentemente se comete con él grave injusticia, y la temeraria necedad o la vulgaridad astuta usurpan en la memoria colectiva por un tiempo a veces bastante prolongado, el lugar que sólo a la grandeza corresponde…
Doy aquí descanso a mi pluma y dispenso al fatigado lector de su ruda faena.