De la historia

De la historia

POR LEÓN DAVID
Acaso se me recrimine con justicia y acierto de estar incurso en inexacta apreciación (¿cuándo el error no se ha colado por las deshilachadas redes de mi análisis?), pero, en cuanto puede conjeturarse y siempre que no me pague de apariencias, no escasean los indicios que autorizan colegir que, en los días que corren, al grueso de la gente –sin exceptuar a la juventud- le importa un bledo cuanto afecta a la antaño prestigiosa dimensión de la existencia humana que hemos dado en llamar “historia”.

Quienes adoptan tan desdeñosa conducta insisten en acreditarla señalando que ocuparse del pasado es dilapidar el tiempo breve y precioso de que disponemos con asuntos que no deben turbar nuestro reposo, habida cuenta de que no cabe corregir lo que ya sucedió y, por tanto, de nada sirve conocerlo.

Sobre pareja cuestión rodará a partir de ahora mi pensamiento. Y lo que a las primeras de cambio me viene a mientes es pontificar que si a doctrina semejante –a un tiempo peregrina y pueril- cometemos la ligereza de conceder aval, nos veremos forzados a suscribir que lo único que interesa, lo único que debe ocupar nuestra atención es el presente, la actualidad, el segundo efímero con cuya materia escurridiza se forja y se perfila el porvenir.

¿Pertenecerá por casualidad el lector escéptico que hasta estos renglones se ha avecindado al número de los que defienden, con más ánimo que probadas razones, esa endeble trinchera? Lo ignoro…, y prefiero ignorarlo. Aquí va, en todo caso, salga por la puerta de marfil o por la de cuerno, huraña, premiosa y desenfadada, mi opinión: entiendo que quienes menosprecian la historia y califican de inútil, infructuosa y ridícula cualquier empresa que tienda a justipreciar el legado de nuestros ancestros, por mucho que apuntalen su indiferencia con teorías no desasistidas de cierto pragmático valor, en doble y lamentable desatino incurren: primero, considerar el estudio histórico mero entretenimiento de arqueología erudita; segundo, dar en la extraviada suposición de que entre el pasado y el futuro se extiende gigantesca fisura que hace irrecuperable para el hoy y para el mañana cuanto con el ayer se relaciona.

Ensayaré –no aseguro que lo consiga– ser más explícito: si afirmo que la historia tiene importancia, lo hago respaldado en la certidumbre de que todo lo que acaeció, lejos de haberse esfumado en el vacío, lejos de haber escapado hacia la nada por entre las rendijas de la realidad, sigue bombeando con asombrosa obstinación roja y cálida sangre al corazón de este fugitivo momento, de este hic et nunc cuya pertinaz inmediatez se nos presenta con viso de verdad irrecusable y excluyente, con pinta de suelo primordial sobre el que finca la humanidad su paradójico, amenazado y zigzagueante transcurrir. Dicho más paladinamente, el pasado no es cadáver frío sepultado en los libros de crónicas, sino fuerza viva, impulso perdurable que aun cuando pase inadvertido contribuye a fijar las facciones benignas o deletéreas de la actualidad, y a imprimir desde los hontanares de la memoria colectiva una dirección a lo que habrá de suceder.

Además, por mucho que jadee y transpire, nadie podrá eludir jamás el influjo del antes, ni impedir que el después hacia el que el anhelo se empecina se sature e impregne en la antesala del ahora con las emanaciones del ayer. Así como estamos condenados a habitar en el receptáculo de carne de nuestro propio cuerpo, sólo un temperamento refractario al dictamen de la evidencia osaría negar que también somos prisioneros de lo que nos precedió, que estamos cautivos en la celda de un pretérito contra cuyo indoblegable rigor sería bellaquería rebelarnos, despropósito casi tan absurdo como esperar que al lanzarnos en frenética carrera podremos dejar atrás, sofocada y vacilante, la sombra que tercamente proyectamos y que se empecina en hacernos compañía.

Reparo en al menos tres atendibles razones que hacen de la historia asunto que debe preocupar a cualquier persona cuyos intereses trasciendan la agobiante subsistencia cotidiana. La primera de ellas –de rondón lo diré- es que el ser humano precisa insuflar a su existencia, con la misma avidez que pide oxígeno el pulmón, un sentido que la torne inteligible. Es el hombre –frecuentemente lo echamos al olvido– criatura que no sólo se circunscribe a vivir, a insertar su incidental y transitoria presencia en la ciega corriente del ahora, sino que, para bien o para mal, sabe que está vivo. Este saberse vivo lo compele a formular, a diferencia del resto de las especies que proliferan en el planeta, unas cuantas preguntas, inevitables por demás, acerca de su inédita y desconcertante condición. Una de esas impostergables preguntas que cada época, cada grupo, cada individuo se halla en el compromiso de responder, so pena de que el ácido corrosivo del absurdo se vuelque en la conciencia y la destruya, es la que refiere a los orígenes. En efecto, me avengo a considerar que para poder sentirnos a gusto en el presente, para poder limar y moldear el instante desbastando sus rugosas aristas es menester que concibamos el hoy como el inequívoco resultado de un proceso en virtud del cual lo que nos precede, de modo no siempre ostensible pero efectivo, carga en parte nada baladí con la responsabilidad del rumbo de cuanto le es cronológicamente posterior. Al distanciarse de la opacidad de la naturaleza y del instinto interponiendo entre el universo externo u otredad y el yo los entes ideales y simbólicos y las convenciones de la cultura, tomó el hombre un camino desusado y extraño: comenzó a inventarse a sí mismo; dejó desde entonces de obedecer exclusivamente a los férreos mecanismos de la biología y de la herencia para convertirse en posibilidad irrestricta, en proyecto inconcluso, en historia.

Las otras dos razones antes mencionadas sobre las que se arraiga la necesidad imperiosa de una visión histórica de los hechos humanos son, hasta cierto punto, corolario y extensión de la que acabo –no sé si con halagüeña u aciaga fortuna- de exponer; esto es, la insistente esperanza de afincar nuestra identidad en el humus de los valores colectivos; y la contumaz aspiración a la trascendencia.

Sobre el tópico de la identidad básteme sugerir que la imagen que cada cual se forja de sí propio (de la que en gran medida dependerá su éxito en la lucha por la subsistencia) presupone una postura existencial que incluye, aunque no reparemos en ello, determinada interpretación –sin que venga al caso cuan fragmentaria y simplista pueda ésta ser– de la historia, interpretación que, no obstante regatee al pasado validez y se precie de desconocerlo, no por ello será menos histórica o, si lo preferimos, menos lógicamente explicable en términos de sucesión diacrónica, causalidad, peso de la tradición, insurgencia contra lo acostumbrado y génesis.

Last but not least, a riesgo de colmar la paciencia del lector de la que he abusado más de lo tolerable, sentaré la premisa de que los miembros más representativos y dignos de la estirpe humana ansían trascender; lo que significa que, cada cual a su modo, se amotinan contra la idea de que en la precaria transitoriedad carnal culminan, sin mayores consecuencias, los trabajos, ilusiones, sacrificios y asombros de la vida. Pareja insurrección contra la escandalosa impudicia de nuestro efímero estado mortal conduce, como era previsible, a indagar por el sentido de la realidad que a nuestra conciencia aflora no en lo particular sino en lo genérico, no en lo individual sino en lo colectivo, no en lo fugaz y tornadizo sino en lo perdurable y esencial… Es decir, que en el largo proceso de la historia, en tanto que eslabón de interminable cadena, halla el hombre una de las posibilidades de superar la fragilidad irremediable de sus limitadas circunstancias personales para alimentar con su savia vivificante la universal corriente de lo eterno.

En otra ocasión mi pluma, incorregiblemente antojadiza, acertará quizás con la manera de llevar a feliz término las cuestión que en estas resignadas cuartillas sólo ha sabido atropellar.

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