De la inocencia

De la inocencia

POR LEÓN DAVID
Muchas son las cosas que  hombres y mujeres solemos cultivar: nuestra inteligencia, nuestra apariencia física, nuestra salud, nuestra economía, nuestra imagen pública… Y seré el último en protestar de semejante comportamiento si les hace felices.

Hasta donde me ha sido posible comprobar, la mayor parte de la gente se siente estupendamente mientras se consagra a tales menesteres. O, si no se siente a gusto, al menos trata de aparentarlo. Por lo que a mí respecta, me he impuesto la tarea de atender algunos aspectos de mi persona a los que tradicionalmente se les ha prestado escasa consideración. Por ejemplo, la inocencia.

  Me cuento en el menguado número de quienes entienden que, igual que cualquier otra dimensión de nuestra psiquis, la inocencia es susceptible de desarrollarse y florecer. Además, se me antoja que es cualidad altamente necesaria si estamos interesados en construir un mundo diferente y mejor, una forma de convivencia humana más profunda, apacible y gratificante.

¿Para qué sirve la inocencia? ¿En qué medida podría sernos útil? ¿No contribuiría, por el contrario, virtud de tan dudosa ralea a que caigamos con más facilidad en las trampas que tienden con ominosa saña quienes, lejos de actuar inocentemente, acostumbran obrar de manera harto inescrupulosa?

La inocencia nada tiene que ver con la estupidez ni con la ignorancia. No al menos desde el parador en donde me he situado para contemplar lo que me rodea. Un niño es inocente no por falta de conocimiento o de experiencia, sino porque la vida se explaya en su interior por modo completamente distinto al del adulto normal. La inocencia no importa carencia sino plenitud. Soy inocente no porque me dejo timar por el primero que llega y me confunde con razones especiosas, sino porque he decidido asumir en tanto que principio rector de mi existencia la apertura de espíritu implicada en el entusiasmo, el irrestricto optimismo y el amor.

Para poder amar, amar de verdad, hay que ser inocente. Para entregarse a los demás hay que ser inocente. Para creer en la transformación del ser humano y luchar por pareja transformación hay que ser inocente. Quien practica la inocencia se halla en contacto permanente con la corriente universal de la vida.

Cultivo la inocencia cuando me afinco en la certeza de la vida por sobre la incertidumbre de la muerte; en la unidad elemental de todo lo que existe en desacato de la imagen fragmentada del mundo que la conciencia me propone; en el sentido de nuestro humano transcurrir a pesar de que la sensación de lo absurdo nos desasosiegue y estremezca. Ser inocente es ser optimista. Ser optimista es creer que aunque la realidad no es perfecta, será siempre perfectible.La vida –no lo olvidemos- no se explica, se manifiesta; no se justifica, se impone; no pide permiso, abre la puerta, se presenta y se instala.    Procura la inocencia la jubilosa certidumbre de la interrogación que es en sí misma una respuesta. La base de toda inocencia genuina es la irrenunciable confianza en el mundo, en lo que nos rodea. Se configura y arraiga en torno a una actitud de permanente disponibilidad y ofrecimiento. Soy inocente porque me doy, porque me regalo aunque no se me oculta el peligro que corro.

La sociedad a la que pertenecemos lejos está de ser inocente. Ninguna sociedad lo ha sido. Donde hay hombres habrá siempre víctimas y verdugos.  La inocencia es lúcida, mientras que la locura, por definición, embiste con los ojos cerrados. Ser inocente es ser capaz de vislumbrar, allende el pragmatismo pedante y chato en el que desgastamos nuestra vida, la posibilidad de conferir trascendencia al hoy mediante un acto integrador que nos permita reencontrar la dimensión inconclusa e infinita con la que está enhebrada nuestra carne. El inocente será siempre inmortal, así termine su cabeza rodando por el suelo. Y lo que acabo de afirmar no es una hipérbole ociosa ni una metáfora efectista. Es la verdad pura y simple. Vivir inocentemente es apuntalar la vida, y nada que apuntale la vida puede perimir. Parte nada insignificante de la inocencia consiste en asumir la circunstancia de la muerte no en tanto que hecho definitivo y trágico, sino como la otra cara del ser, tan necesaria y pasajera como la que nuestros sentidos nos permiten captar aquí y ahora. El niño es inocente y juega. El adulto cuando con la inocencia topa se pone, igual que el niño, a jugar. En ese juego la vida se expresa en su más medular significado y la criatura humana puede entonces, serenamente, consagrarse a disfrutar del juego y de la vida.

La inocencia tiene el coraje de creer en el amor y la alegría. Por esa sencilla razón es también capaz de transformar y de nutrir. Otro motivo no hay –el lector sin dudas lo ha adivinado- para que me dedique con la feliz perseverancia que me caracteriza siempre que tomo una decisión a cultivarla.

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