POR LEÓN DAVID
No dudo, afabilísimo lector, que en más de una ocasión tu sosiego haya sido intempestivamente vulnerado por doctos predicamentos acerca de la libertad intelectual y los peligros, ventajas y obligaciones que de ésta se desprenderían. Por descontado, quienes han dictaminado sobre parejo tema suelen ser lo admito- personas respetables, eminentes especialistas versados en la materia y no un mero aficionado a las vistosas acrobacias de la reflexión como es el caso del desmañado amanuense que se ha impuesto la tarea de estampar a punto largo sobre la aquiescente cuartilla estas caprichosas divagaciones.
Sin embargo, aun a riesgo de fatigar tu paciencia, insistiré en el asunto. Porque perspicaz o incompetente, préciome de ser un escritor, de modo que el problema que he traído a colación tiene para el que esta pluma gobierna muy decisivas implicaciones personales.
Empezaré afirmando algo que no me luce rebatible: las ideas se alimentan de otras ideas, tanto de la opinión afín como de los conceptos antagónicos. Es el universo de la inteligencia el de un abierto, incesante y universal debate. Mal podría el pensamiento brioso florecer donde la actitud crítica haya sido puesta en cuarentena. Ahora bien, para juzgar y ser juzgado única forma de que el conocimiento fructifique- es menester que prevalezca un clima de tolerancia social; es preciso que la colectividad entienda y acepte el provecho que el diálogo reporta. Si la discusión se ve entorpecida por la amenaza de represalias laborales, vindictas económicas, desquites que puedan atentar contra la integridad física y la seguridad del individuo, el genuino saber, como ocurre con la melancólica flor que ha quedado olvidada en el vaso, languidece y marchita. Si la queremos útil, de mente libre ha de ser hija la reflexión; si la soñamos grande, hay que ofrecerle la posibilidad de que se fortalezca en el coso de la contradicción y del disenso; si la pretendemos digna, no la acostumbremos a ostentar, a guisa de laborioso ornamento, el grillete servil.
Cuando el grupo social y los poderes que lo constituyen intentan menoscabar el derecho al análisis y a la controversia, -no importa cuáles sean los argumentos que para ese fin esgriman-, ha llegado el momento de que el intelectual eleve con gallardía, sin titubeos ni ambivalencias, su voz de alarma. La inteligencia que se deja avasallar por intemperancias religiosas, intransigencias doctrinales, apremios económicos o presiones políticas, traicionando su vocación de lealtad para consigo misma, se convierte en perrito faldero que ladra y ladra, pero que al primer asomo de enfrentamiento huye a esconderse despavorido debajo del sofá.
Si la mente que tiene por cuidado inquirir se desentiende de las condiciones que fundan la posibilidad del oficio al que se consagra, no está lejano el día en que los fanatismos al acecho y la incoercible tendencia totalitaria de quienes usufructúan altas cuotas de poder, acaben por enjaular la imaginación creadora, desterrar la ponderación independiente y estrangular cualquier asomo de expresión original y de lúcida discriminación objetiva. Cuando el intelectual, cediendo a las destemplanzas del miedo, la pasión o la comodidad da las espaldas a su insoslayable misión crítica y se doblega a los caprichos del patrón de turno, a las conveniencias de una elite económica, a los estrechos dogmas de una escuela de pensamiento, la libertad, ese irrenunciable don de cada ser humano, o está siendo en ese instante mismo mancillada o está a punto de doblar la cerviz.
Siempre que se le ha puesto brida al pensamiento libre, la colectividad en su conjunto y no sólo el exiguo sector intelectual, sufre más temprano que tarde las consecuencias de tan funesto descuido. Donde nadie se atreve públicamente a reprobar, a descreer y a disentir no encuentra el autoritarismo freno que detenga sus insaciables apetitos de control y su sed de hegemonía y poderío.
Mutílese la libertad de expresión y se le habrá dado un golpe definitivo, mortal, a la libertad a secas, a la libertad en todas sus otras manifestaciones. Pues mientras exista un espacio donde dialogar sobre lo que sucede, donde denunciar los males, donde discutir sin tapujos las ideas, subsistirá la esperanza débil rescoldo bajo las humeantes cenizas- de que las cosas cambien y de que en el futuro se hallará una salida a los agobiantes conflictos del momento. Mas donde se prohíbe el libre examen y el intercambio de opiniones ha sido sometido a la implacable reglamentación de la censura o a la todavía más eficaz extorsión del amedrentamiento, sólo nos resta prever el imperio desolador de la arbitrariedad y de la intolerancia. Entonces, cuando lo peor se ha cumplido, sólo queda a los intelectuales dignos de ese nombre escoger entre el ostracismo y la prisión, entre el silencio y el sepulcro. En tanto que aquellos otros que han desoído el reclamo viril del decoro y echado en saco roto los deberes de la inteligencia y la cultura, se convierten en áulicos del mandamás de turno. Y la propaganda sustituye a la crítica, remplaza la falacia al juicio ponde rado y deriva el discurso racional hacia las descarriadas latitudes del panegírico.
A lo que antecede añadiré que si he llamado la atención del lector sobre la libertad de pensamiento, que es como el aire que respira el intelectual de cualquier país del mundo, bajo ningún concepto sería lícito inferir de mis palabras que los que no pertenezcan al estamento intelectual estarían al margen de los beneficios y fatigas de esa desapacible libertad. No es así. La libertad de expresión es fuero universal del hombre, no de una casta de individuos. No tienen más derecho al usufructo de ese bien cultural el pensador, el filósofo, el maestro, que el tabernero de la esquina. El conocimiento no concede privilegio alguno; por el contrario, multiplica la carga y acrecienta la responsabilidad.
Ahora bien, si el intelectual no tiene en punto a independencia crítica por qué exigir concesiones especiales que les estén negadas al resto de los mortales, sí considero que dadas las tareas especulativas que habitualmente desempeña, tiene mucha más necesidad de ejercitar esa libertad en su vida cotidiana que el hombre del común. Por ende, también es más propenso él que otras personas a resentir los peligros que la amenazan; y tan cierto me parece esto que no me tiembla la mano cuando afirmo que en lo que a la democracia concierne (democracia que depende antes que nada del debate contradictorio y del incondicionado enfrentamiento de opuestas convicciones), la situación de los intelectuales se nos revela el mejor parámetro para valorar el grado de liberalidad de un gobierno, una organización económica, una institución privada o un sistema social.
¡Cuántas cosas importantes aguardan todavía su turno en el tintero! Ojalá el tiempo y la disposición no me falten para, en más propicia ocasión, si conmigo se muestran compasivos los astros, rescatarlas del olvido…