El pueblo dominicano es recio y heroico. Su reciedumbre y heroicidad emana de la terrible soledad con que han debido enfrentar sus grandes retos y de los enormes sacrificios que ha tenido que realizar para lograr cada uno de sus logros. Abandonado por España y ocupado por Haití, el dominicano debió luchar solo su guerra de independencia, luchar solo su guerra de Restauración, enfrentar solo dos ocupaciones norteamericanas, liquidar solo a sus tiranos, y construir sobre sus muertos, sus presos y sus desaparecidos cada uno de los grados de libertad que hoy exhibe.
Su desarrollo económico no es muy grande, pero aunque a muchos no les agrada hablar de su pasado, cada logro tiene detrás una montaña de sacrificios que enorgullecen e inspiran. Jugando en la sabana, descalzo y sin guantes, un grupo de jóvenes le abrieron las puertas del gran béisbol a varias generaciones. Luchando contra vientos y mareas, miles de jóvenes se abrieron paso a la universidad y rompieron definitivamente el cordón de la miseria. Trabajando en condiciones muy precarias otros jóvenes levantaron una poderosa industria de exportación y un poderoso sector turístico.
Cierto es que al final de muchas de sus luchas, los males se apoderaron de los frutos generados por el heroísmo y el sacrificio de los buenos. Y como pago, les persiguieron. Pero en lugar de arrinconarse por esas experiencias, siempre aparece gente buena presta al sacrifico para ganar la siguiente batalla.
Sin embargo, pocas veces en su historia esta pequeña nación ha lucido más gallarda e imponente que en su reacción ante la tragedia haitiana. Frente al horror paralizante, mientras el pueblo y el gobierno haitianos quedaban sobrepasados por los acontecimientos y comunidad internacional se preguntaba aturdida cómo responder a tanto dolor y devastación, el gobierno y el pueblo dominicanos se levantaron desafiantes para enfrentar la tragedia del vecino. Arriesgando vidas para salvar vidas. Y dando a otros, no lo que les sobra sino lo que necesitan para cubrir sus propias necesidades.
Atrás quedaron las diferencias que dividen, los resentimientos legítimos e ilegítimos, las emergencias nacionales y los usuales pretextos para no hacer, para dar paso a una respuesta contundente expresada un listado interminable de actos y decisiones heroicas.
Esa respuesta del gobierno y el pueblo dominicano no se produjo por conveniencia. Ni para ganar el agradecimiento del sufrido o el reconocimiento de la comunidad internacional. El pueblo y el gobierno se levantaron desafiantes y sin temor, casi a ciegas, movidos por ese sentido de solidaridad y compasión que nadie ha podido arrancar del alma dominicana.
La tragedia inserta al pueblo y al gobierno haitiano en una nueva etapa histórica. Y si bien no se deben glorificar esas cosas, aflora la esperanza que la magnitud del desastre despierte la conciencia de las elites del país hermano y la sensibilidad de la comunidad internacional para trabajar de manera conjunta en la construcción de un nuevo Haití.
De manera diferente, esa tragedia también podría insertar a la sociedad y al gobierno dominicanos en una nueva etapa histórica. El país sufre viejos y conocidos problemas que pueden y deben ser superados. Pero se ha dedicado más energías a negar su existencia, a explicar porque no pueden ser resueltos y a sacar lo peor de la gente para que lo ignoren, que a convocar para enfrentarlos. De repente, al despertar aquel espíritu de solidaridad y compasión que la rutina adormece, la tragedia haitiana ha vuelto a demostrar la capacidad de sacrificio, de entrega y de realización que surge en esta nación cuando sus elites desafían lo mejor que hay en ella. Y aun en medio de las tribulaciones por la situación haitiana, muchos anidan la esperanza que esta nueva demostración renueve la confianza que toda sociedad necesita para enfrentar sus grandes problemas y construir un mejor futuro.