De la vida cómoda

De la vida cómoda

Vivir es una tarea incómoda, aparte de dolorosa. Hay demasiadas cosas que complican y dificultan este hecho esencial. El mundo suele ser un lugar hostil donde nos encontramos y enfrentamos. A diario nos vemos obligados a luchar por la vida y resolver problemas de todo tipo, y esto no es nada fácil. El tiempo, la vida misma se nos va en cositas insignificantes y fastidiosas. Cuando elegimos hacer algo, nuestra elección nos compromete por entero. Sufrimos la angustiosa disyuntiva del éxito o el fracaso.

La vida no es para nada un jardín de delicias. Y, sin embargo, hoy se pretende buscar el sentido de la vida en la comodidad. Esa pretensión falsa es el derivado de un largo proceso histórico. Durante los último siglos, la ciencia y la técnica se han empeñado en manipular la materia, dominarla y hacerla cómoda a nosotros. Los resultados de ese notable empeño están ahí, al alcance de la mano, y son bastante atractivos. Todo parece someterse al imperativo de la comodidad.

Hay quien cree hallar el sentido de su vida en el confort y prefiere lo confortable por encima de todo. Hace de ello un valor supremo, como si no hubiese cosa más importante en el mundo, pero se sorprende de saber que, para otros, hay algo más entre el cielo y la tierra de lo que imagina su filosofía.

El afán de confort ha contagiado por igual a las élites y a las masas de naciones y pueblos. Se ha convertido en el sentimiento de la época. Está ligado íntimamente al pragmatismo. Se apela a la praxis, a la acción como criterio último de verdad. La eficacia pretende ser la norma de la verdad. Lo que cuenta son los resultados prácticos, finales, lo mismo en ciencia que en política, en moral que en sociedad. La verdad del conocimiento reside en la acción. Pero esta acción debe ser útil, eficaz y ventajosa. Este principio fundador de civilizaciones modernas me parece bastante discutible, pues el confort –como bien muestra Ortega y Gasset– es sólo una cuestión de gusto, una predilección subjetiva, un capricho de la humanidad occidental desde hace algo más de tres siglos. Surge con el nacimiento de la edad burguesa, del espíritu burgués, y sabemos que el burgués busca acomodarse plácidamente en el mundo y modificarlo a su antojo. Pero este afán de confort sólo posee valor relativo y no es superior a otros valores de la vida. Además, suele ser típico de épocas pragmáticas y utilitarias como la nuestra, no una constante de todas las épocas. La moderna sociedad de consumo ha potenciado al máximo ese afán y lo ha llevado a increíbles niveles de acceso y disfrute. Hoy basta con un simple impulso digital para acceder no sólo a la mayor información disponible, sino también al supremo confort imaginable. Es el mundo puesto al alcance de la mano, desde la comodidad del hogar, del automóvil o del teléfono móvil. El afán de confortabilidad se ha erigido en principio e ideal de vida en la era posindustrial. Este afán es del todo cuestionable.

Ortega ha definido la filosofía como conocimiento del Universo o de todo cuanto hay. Pero este universo nos es completamente desconocido. Filosofar es entonces embarcarse en o para lo desconocido como tal, andar por “tierra incógnita”. Lo desconocido es el universo como totalidad, no como porción o fragmento. La “terraincognita” es ese terreno peculiar por donde transita la filosofía. Si el filósofo se embarca hoy en y para lo desconocido como tal es porque carece de certezas sólidas, porque le falta un terreno firme en que apoyarse para andar, porque pisa tierra movediza. Se mueve en un terreno incierto, ignoto, en la incertidumbre o entre relativas certezas.

Quien escribe o medita sobre la vida, quien trata de perforarla en su misterio hasta lo hondo, sabe que la comodidad es sólo un medio, no un fin en sí mismo, un medio que le permite a uno plantearse cuestiones realmente incómodas. No la desprecia de manera tonta o hipócrita; al contrario, la aprecia, pero no por sí misma, sino como condición material para realizar arduos ejercicios y conquistar nuevos territorios. Todo aquel que se preocupa en serio por el problema del existir aquí y ahora debe saber servirse de la comodidad y sus ventajas, pero sólo para intentar llegar hasta las profundas regiones ignotas del ser. Estas regiones son ásperas y abruptas, incómodas de transitar, pero transitarlas tiene algo de osadía y heroísmo.

La filosofía de vida pragmática, nada profunda e incluso banal, ha sido exitosa en nuestra época y ha cosechado un éxito mayor al de otras filosofías. No obstante su éxito, creo necesario asumir su crítica como principio de conocimiento, incluido su corolario ético, el utilitarismo. Ello supone la crítica seria del afán de confort como ratio fundamental de nuestra “civilización materialista” (como gustan de llamar a la modernidad los cristianos).

Impugnar el pragmatismo utilitario de nuestro tiempo no significa impugnar el sentido práctico de la vida en favor del puro conocimiento teórico. No significa, pues, negar la acción para afirmar la contemplación. Acción y contemplación constituyen una dualidad permanente que desdobla nuestras vidas. Es claro que para vivir es indispensable cultivar un sentido práctico de las cosas y que esta habilidad nos ayuda a orientarnos en el mundo y resolver los agobiantes problemas concretos de la existencia. También es claro que hay otras dimensiones del existir.

Hay quienes venden su alma al diablo para disfrutar de fama, riqueza y poder; hay quienes optan por vivir una vida frugal, austera, de espartano rigor. En la sociedad de consumo todo parece sacrificarse al imperativo del confort: tiempo –para los hijos, para la pareja, para uno mismo–, dinero, sueño, energías. Esta búsqueda afanosa del bienestar material hace de la vida cotidiana un incesante sufrir molestias e inconvenientes: filas, pagos, diligencias, embotellamientos, horas extras en el trabajo o el negocio. Tenemos que hacer esto y aquello y lo otro. ¿Cuándo logramos disponer de tiempo para nosotros mismos? ¿Cuándo podemos gozar de un momento feliz y pleno? Para acceder a un mejor nivel de vida y consumo, tenemos que trabajar hasta reventar. Y así deterioramos nuestra calidad de vida, vivimos peor y vivimos menos.

Si meditamos bien en torno a ello, podemos descubrir entonces esta curiosa paradoja: para gozar de mayor confort, debemos trabajar más, pero trabajar más supone menos descanso y menos tiempo libre, es decir, menos tiempo para el ocio, menos bienestar espiritual. Esta mecánica absurda se repite sin cesar y reproduce toda una civilización fundada en el engaño.

No rechazo la vida cómoda como tal, ni condeno a quienes la prefieren; tampoco glorifico la vida dura y áspera. Yo mismo reclamo cierta comodidad para poder escribir en calma estas líneas sobre la vida cómoda. Así que mal podría rechazar el placer que ella me ofrece. Tan sólo me rebelo contra la tendencia creciente a situar el confort por encima de cualquier otro valor vital. Pues si bien un mínimum de confort es necesario para pensar y crear, un máximum de confort no hace bien a la vida del espíritu (al intelecto o a la imaginación creadora), que debe acostumbrarse a las asperezas del vivir, sino que la vuelve indiferente e insensible. Porque la vida demasiado muelle es un narcótico para el espíritu y una anestesia para los sentidos: a aquél lo entontece y a éstos los embota. Todos la deseamos y vamos afanosamente tras ella. Sin embargo, hay que saber que nada realmente heroico o grandioso puede salir de ella, nada que eleve o trascienda el espíritu. No conozco obra ni acción memorable que no haya exigido grandes sacrificios. Nietzsche, el anticristiano Nietzsche, advierte que a un filósofo se le reconoce en que se aparta de tres cosas brillantes y ruidosas: la fama, los príncipes y las mujeres. Al apartarse de estas cosas, el filósofo se consagra a lo que llama“ideal ascético” de vida, ideal que ataca sin piedad.Ortega destaca el heroísmo intelectual como característico del filosofar. Coincido en este punto, con dos salvedades: que se incluya al saber trágico y que ese rasgo notable se aplique también al crear y al poetizar.

Al llegar aquí remito al lector a las Escrituras. El joven rico del Evangelio de Marcos no se atrevió a seguir a Jesús. Quería seguirle, pero no estaba dispuesto a pagar el precio de tal seguimiento: la renuncia total a su riqueza y su entrega a los pobres. Marcos nos dice que aquel joven no siguió a Jesús porque era muy rico. En realidad, el obstáculo que lo impedía no era sólo la riqueza sino el bienestar que ella trae consigo. Como todo rico, vivía cómodo, tenía su vida hecha, segura, tranquila; gozaba de comodidades a las que no quería renunciar, ni siquiera por seguir al mismísimo Jesús. Seguir a Jesucristo era una exigencia demasiado dura, demasiado radical: significaba sencillamente dejarlo todo. Para el joven rico, eso hubiera supuesto no poseer ya nada, pues se lo habría dado todo a los pobres, soportar carencias y estrechez material, andar errante de pueblo en pueblo siguiendo al Maestro; en fin, sufrir infinitas incomodidades a las que no estaba habituado. Tenía la Vida, la vida plena y eterna a su lado llamándole a seguirla y la dejó pasar para siempre.

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