De las circunstancias y las conveniencias

De las circunstancias y las conveniencias

Nos dejó el genial e insigne filósofo y maestro de las letras José Ortega y Gasset (1883-1955)  una fórmula que a menudo me ha intranquilizado: “Yo soy yo y mi circunstancia”. ¿Por qué me ha intranquilizado? Porque las circunstancias, en alto porcentaje,  las creamos nosotros mismos.

Cuando resulta que un erudito como Ludwig Schajowicz, en su obra Mito y Existencia (Preliminares a una teoría de las iniciativas espirituales) califica, con todo respeto, de “peligrosa” la fórmula orteguiana, me siento apoyado. Sus argumentos son muy técnico-filosóficos y complejos para citarlos en un breve artículo, pero lo que cuenta aquí es que Schajowicz  -desde sus alturas filosóficas- cree lo mismo que me ha inquietado. Me remito pues a mi argumento: Las circunstancias, en alto porcentaje, las creamos nosotros mismos. Y pueden ser muy peligrosas. En primer lugar no es cierto que la voz del pueblo sea la voz de Dios (Vox pópuli vox Dei). Somos responsables de nuestras acciones. No tenemos como los viejos griegos y la mayoría de las antiguas culturas,  una multitud de dioses caprichosos  y volubles a quienes responsabilizar de lo que nos sucede, pero persistimos en responsabilizar al Creador, manteniéndonos de este modo fieles a la cómoda costumbre de siempre culpar a otro. Voltaire, gran personaje de la ilustración francesa, escribía en una carta al emperador Federico II de Prusia, fechada 1737, que “La razón me dice que Dios existe, pero también me dice que nunca podré saber lo que es”. Sin duda alguna existe un destino, pero creo, con Giovanni Papini (1881-1956) que “El destino no reina sin la complicidad secreta del instinto y de la voluntad” (Descubrimientos  espirituales. Cap. XVI. 2).

Aquí, los dominicanos, hemos logrado un intrincado  enredijo  entre las malignidades de las circunstancias y las conveniencias individuales.       No digo que seamos los inventores de este arreglo criminal. Criminal porque se trata de un horrendo crimen contra el país y sus pobladores. Pero el imperio de la impunidad, que salta alto sobre montañas de leyes, reglamentos, decretos y tradiciones generales de manejo de la economía nacional, nos coloca en un punto muy alto en comparación con otros países en los cuales (no por falta de ganas) los funcionarios no se atreven a robar el dinero del pueblo con tal desfachatez y abierto alarde de monumentales fortunas salidas por arte de prestidigitador habilísimo, porque o son destituidos, o se ven forzados a renunciar o son sometidos a una justicia severa, fuertemente apegada al cumplimiento de su obligación,  sin echarle agua al vino ni agenciarse paños tibios e historietas absurdas.

Cada vez más ridículas.

¿Es que quienes alcanzan alto poder llegan a creer que circunstancia equivale a conveniencia delictiva?

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