De las complicidades delictivas

De las complicidades delictivas

 JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Ciertamente lo sentimos. Nos han robado el país. El país de la gente amable y confiable, el país que bajo diversos matices y disposiciones dictatoriales y despóticas respiraba un sentido humano cálido y decente, que se las arregló para subsistir durante décadas de una presión política que llegó a sumergirse y acomodarse cuando Trujillo era el amo generalmente aceptado y la disidencia no era más que un murmullo y una sospecha.

Luego vino la sorprendente lección de que las delictuosidades de El Jefe no habían desaparecido con su exterminio personal.

Habían cambiado de manos todas sus peores cosas: su amoralidad amplia y terrible manifestada en el desenfado en apoderarse de lo ajeno, en el ejercicio de la crueldad y el crimen. Lo que no cambió de manos fue su aspecto positivo: su nacionalismo y afán de progreso (sea por megalomanía y simbiosis entre su persona y el país) así como otros aspectos de su personalidad que exigían disciplina y óptima función a cada fragmento de su gobierno.

Para robar: él y aquellos con licencia limitada. Para matar: aquellos que actuaban bajo sus órdenes y, hacia el final, en la locura del desenfreno cegador, surgieron quienes crearon los centros de tortura, trajeron la «silla eléctrica» e incrementaron los suplicios de los opositores al régimen.

Aunque sus hijos y algunos amigos de ellos visitaban esos centros como «La Cuarenta», no se tiene noticias ni datos, de que El Jefe fuese a presenciar y disfrutar torturas. Las muertes que él ordenó, hasta donde se sabe, fueron directas y rápidas. Estaba convencido de quien estaba contra él, estaba contra el país.

Naturalmente, estaba equivocado. Tanto incienso humeando en torno a alguien, provoca esas cosas. Esas confusiones, esa ceguera.

El caso es que aquello terminó. Tenía que terminar. Había perdido lo que tenía de positivo para convertirse en una pesadilla.

Tras el descabezamiento del régimen, vinieron cambios y esperanzas. Pero llegaron maltrechas de desorden. Ahora cualquiera roba, cualquiera asesina, cualquiera tortura…los millones parecen centavos, usted no es «nadie» si no se desplaza en un vehículo millonario y tiene por vivienda un apartamento o casa de lujo. Los delincuentes, amparados por códigos modernos distorsionados, si (oh, sorpresa) son apresados, están libres a la brevedad posible y los ve uno paseándose en su rutilante Mercedes, BMW, Jaguar, Porsche, etc. con todo el aire de superioridad que insufla su caudal en dólares…robados.

Así no podemos continuar.

Cuando uno se entera, por la amplia difusión noticiosa mundial, del escándalo del presidente del Banco Mundial, Paul Wolfowitz, obligado a renunciar de su posición, (a pesar del apoyo gubernamental provisto por el presidente George W. Bush) a causa de su relación íntima con una empleada del Banco, a la cual había beneficiado con aumento salarial y de posición, reafirma la creencia de que, a pesar de los disparates y abusos que cometen los presidentes y jerarcas norteamericanos, en los Estados Unidos se respeta la ley.

Ya decían los latinos: «Dura Lex, sed Lex».

Por aquí aún no hemos podido entender el asunto.

En principio por terribles presiones.

Luego por terribles concesiones miedosas.

Estamos en el punto de las correcciones. Digámoslo de otra manera: en un «turning point».

Porque hay que devolverse en ciertas cosas.

Hay que alejarse de las complicidades delictivas, aparentemente blandas e inocentes.

(Yo no fui, yo no sé)

La responsabilidad de un orden está en quien lo controla.

O debe controlarlo.

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