De las livianas cosas extrañas e inexplicables

De las livianas cosas extrañas e inexplicables

Todo está muy pesado. Se le asoma a uno  la perplejitud con su rostro anómico y anémico – debilitado por carencias e incredulidades- y se me ocurre probar el intento de alivianar la pesadez y el sofoco,  en la minúscula parte que pueda estar a mi alcance. Quiero hablar de cosas ligeras ¿pero, las hay?

   Busco, en el caos difuso de mis recuerdos, cosas extrañas que he presenciado.

Una fue en Cincinnatti, Ohio, cuando en medio de un invierno poderoso, le quité la nieve a un automóvil desconocido estacionado frente a nuestro apartamento en Swifton Village, porque me había sobrado agua caliente para desnevar parte de mi auto.  Horas después, a considerable distancia, tras una nevada de todo el día, el espacio abierto en que dejé el auto estaba totalmente cubierto de nieve. No se veían sino formas irreconocibles. Pero había un automóvil inmaculadamente limpio. El mío. ¿Quién lo limpió? Yo no tenía vecinos ni amigos por donde vivía.

   Lo tomé como prueba del retorno del bien. Pero también existe un retorno del mal. Y tengo pruebas.  Cuando fui contratado como Konzertmeister Huésped de la Sinfónica de Hannover, el subdirector era un austríaco llamado Reiner Koch, muy amigo del Kozertmeister regular, que era vienés. Discretamente el primer cornista y el holandés que encabezaba los violines segundos me advirtieron  que Koch aseguraba que yo, un tipo que se acababa de bajar de una mata de guineos en las Antillas, no podía alternar  en tan exigentes funciones y que me iban a poner una trampa.  Algunos otros estuvieron  de acuerdo cuando se propusieron apuestas.  Sorpresivamente se  cambió  el programa que presentaríamos a la mañana del día siguiente en una Escuela Superior, donde me tocaba actuar como Concertino. Koch, de acuerdo con su amigo vienés, y sin el conocimiento del Director Titular Helmuth Thielfelder (quien me había contratado)  retiró el programa anunciado para sustituirlo por otro, compuesto por el “Capricho Español” de Rimsky-Korsakov y “Sherezade”, que tienen, ambos, exigentes “solos” del Concertino. Circularon apuestas acerca de mi fracaso en el breve ensayo previo.

   Resultó que yo había tocado tales obras  en Santo Domingo y apenas me costó minutos “ponerlas en dedo”. Al final de los “solos” gran parte de la orquesta interrumpió el ensayo para aplaudir e intercambiar dinero de apuestas. Algo extraordinario en Alemania.

    El Konzertmeister vienés cometió el error de, habiéndose reportado enfermo,  ir al ensayo, oculto tras una columna, listo para sustituirme. Pero el Jefe Administrativo de la Sinfónica estaba presente. Lo vio y lo canceló instantáneamente, sin hablar palabra conmigo. Tiempo después me enteré de que había muerto mientras viajaba en tren. Resulta que tenía graves problemas hogareños y padecía de trastornos cardíacos. Me apenó el cuadro que atormentaba a un hombre joven, llevándolo a pequeñas malignidades, que talvez ejercía en su hogar, sin enterarse de que lo más terrible no es el gran mal de un momento, sino los pequeños males que se realizan cada día.

 No me cabe duda: el mal y el bien, retornan. Más tarde o más temprano.

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