De leche, o sea: lechón

De leche, o sea: lechón

Naturalmente, hay cochinillos y cochinillos, y hay que saber prepararlos
POR CAIUS APICIUS
MADRID, EFE.-
Decía un gran escritor catalán, Josep Pla, que las aficiones gastronómicas de los españoles constituían un infanticidio, dado el enorme aprecio que les merecían las carnes de los animales muy jóvenes, de los que aún eran lactantes, como la ternera, el cordero o el cabrito.

   Los gustos van cambiando con los tiempos, aunque sean más o menos cíclicos. Hoy, la ternera de leche ha perdido su puesto en favor de las carnes de buey hecho y derecho; las carnes blancas dejan su lugar a las rojas, en lo que a vacuno se refiere.

   En cambio, si hace ciento y pico años la carne ovina más grata al español era el carnero, hoy lo rechaza, diciendo que le sabe a “lana”, en favor del corderito que aún no ha probado más alimento que la leche.

   Modas. Pero a Pla se le olvidó criticar, quizá porque a él también le gustaba, otra carne de animal de leche: la del cochinillo. El lechón, que es el cochinito que todavía mama, y que es muy apreciado no sólo en España, sino también en muchas partes de América.

   En España es típico, fundamentalmente, en lo que antes se llamaba Castilla la Vieja, especialmente en las provincias de Segovia y Ávila, que los fines de semana se ven inundadas por caravanas de madrileños que salen con la esperanza de saborear un buen cochinillo asado en horno de leña.

   Naturalmente, hay cochinillos y cochinillos, y hay que saber prepararlos. Les diré cómo lo hace uno de los asadores más expertos, el segoviano José María; no necesita apellidos, todo el mundo sabe quién es.

   Hay que elegir un cochinito de entre dos y tres semanas, con un peso de entre tres kilos y medio y cuatro. Una vez sacrificado -se suelen comprar así- hay que lavarlo muy bien por fuera y por dentro. Después deberán abrirlo al medio, de abajo arriba, hasta la cabeza. Denle unos golpes en el espinazo, cuidando de no romper la piel de la espalda, para que quede más extendido.

   Hecho todo esto, procedan a colocar unas tablas en la cazuela en la que vayan a llevar la pieza al horno.

Coloquen al animalito sobre ellas, tendido de espaldas; echen en la cazuela un poco de agua, salpimienten el cochinillo por dentro y métanlo en el horno, que deberá estar ya a 200 grados centígrados.

   Cuando esté a medio asar -más o menos a la hora- hay que darle la vuelta, y, de paso, ponerle unos cucuruchos de papel de estraza untados con manteca de cerdo en las orejas y el rabito, para que no se quemen de más; también será el momento de pincharle en la piel con un tenedor, en varios lugares, para evitar la formación de ampollas.

   Así las cosas, vuelvan a meterlo en el horno, pero acuérdense de barnizar su superficie visible con una grasa, que puede ser manteca de cerdo o  aceite de oliva. Háganlo con una brocha, aunque los puristas exigen, para tal menester, plumas de capón.

   Estará en el horno más o menos otras dos horas, aunque hay que estar atentos para ver cuándo está en su punto.

Deberá tener la piel de un bonito color avellana y, al golpearla con los nudillos, ha de devolvernos un sonido seco, como de tambor.

Entonces será el momento de llevarlo a la mesa, después de “maquillarlo” nuevamente con aceite para que llegue todo brillante.

   Y ya no necesitarán más que una verde y fresca ensalada, un buen pan de pueblo y, desde luego, una botella de tinto que, en nuestro caso, será un Ribera del Duero.

   Si se atreven, corten el cochinillo a la segoviana, es decir, golpeando con el borde de un plato de loza, que luego deberán romper tirándolo al suelo si se sienten muy folklóricos. Y, si no… a disfrutar directamente de las sabrosísimas y blancas carnes del lechón.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas