JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
En las primeras décadas del siglo pasado, el espectacular Siglo XX, Ortega y Gasset hacía notar la depresión de la política europea, y escribía: «Se hace menos política que en 1900; se hace con menos denuedo y menos urgencia. Nadie espera de ella la felicidad, y comienza a juzgarse un poco pueril que nuestros abuelos se dejasen matar en barricadas por esta o la otra fórmula de derecho constitucional.
«Mejor dicho, lo que hoy parece estimable de aquellas frenéticas escenas es sólo el generoso impulso que los llevaba a buscar la muerte. El motivo, en cambio, se les antoja liviano. La `libertad` es una cosa muy problemática y de valor sumamente equívoco, en cambio, el heroísmo, ese sublime ademán deportivo con que el hombre arroja su propia vida fuera de sí, tiene una gracia vital inmarcesible».
Sin conocer la ilustre opinión, ya había yo escrito varias veces acerca de los problemas de la libertad y de su equívoco valor. La libertad, que tenía claros fundamentos, -y siempre los tiene bajo las diversas formas de esclavitud desarrolladas por los humanos hasta ponerse bajo el manto de dictaduras «necesarias» viene a ser desde hace tiempo, un derecho popular demasiado limitado y hasta pícaro, que permite elegir gobernantes como resultado de maquinarias publicitarias y mentiras hábilmente adornadas de guirnaldas de colores.
Nosotros, los dominicanos, pagamos cara la aceptación de que el señor Hipólito Mejía era un hombre íntegro, cargado de la honestidad campesina -que es muy respetable- y un hombre incapaz de hacerle daño a la República que se pondría en sus manos. El poder es terrible. Enferma y envenena.
Mejía no pudo escapar de los mareos que produce el alto cargo y llegó a ser lo contrario a lo que parecía. Los presidentes de repúblicas, sumergidos en adulaciones, reverenciados y cubiertos por inciensos de lisonjas y halagos, pierden, naturalmente, la visión de la realidad.
¿De quién o quiénes es la culpa de tan negativa transformación?
¿De ellos?
En parte. Diría yo que menor. La responsabilidad recae sobre el circuito pegado al gran poder, que miente, finge, falsifica e induce a errores, siempre que le convenga la maniobra.
¿No parece justa la distribución de responsabilidades?
Ciertamente la responsabilidad mayor recae sobre quien autoriza, ejecuta o permite que se ejecuten acciones reñidas con la moral y las leyes, y no sobre los discretos personajes que las sugieren, bien aderezadas, pero la responsabilidad de quienes están junto al gran poder, es indudable. A menudo trágica.
Si gobernar un pequeño núcleo familiar es una labor compleja, llena de limitaciones (nunca se puede conseguir exactamente lo que usted quiere), gobernar un país es tarea espinosa, intrincada, enredosa e incesante en sus demandas de sabio equilibrio.
Esto, en caso de que el gobernante quiera hacer las cosas bien, teniendo en primer lugar el bien nacional.
Que no siempre es así.
En estos días los Estados Unidos sufren la inquietud de elegir un nuevo presidente o mantener al actual mandatario. Si el señor Kerry nos luce poco carismático -y lo sentimos-, el señor Bush ha demostrado ser irreflexivo y peligroso para su nación y para el mundo. Alguien decía, fantaseando, que, en verdad, para la elección presidencial norteamericana, dado el peso mundial de lo que decida tal personaje, debería votar no sólo el pueblo norteamericano, sino todo el planeta.
En Latinoamérica las elecciones presidenciales vienen a ser peligrosas, por el enorme poder que se pone en manos del ejecutivo.
No veo yo la hora en que en la práctica se reduzca, en nuestro país, la mala sombra del artículo 210 de la Constitución que impuso Pedro Santana a la Asamblea Constituyente en 1844, que terminaba estableciendo que el Presidente de la República puede «tomar todas las medidas que crea oportunas para la defensa y seguridad de la Nación, pudiendo, en consecuencia dar todas las órdenes, providencias y decretos que convengan, sin estar sujeto a responsabilidad alguna».
Los textos han cambiado, pero la esencia perdura en cierta forma, sin que cuenten leyes o disposiciones constitucionales.
Todo depende del Presidente. Así vemos, para ofrecer un ejemplo tonto, que los carros de concho muestran un sello, especie de medallón, donde se lee: «Presidencia de la República» sobre toda información sobre registro o permiso.
Todo esto corre en perjuicio del Presidente, porque lo involucra en todo. Siguiendo con el burdo ejemplo, si uno ve un vehículo destartalado, sin luces, echando humo por el escape como una locomotora vieja, con las puertas podridas que no cierran y hay que agarrarlas con la mano, se duele que tenga un sello implicando la aprobación de la Presidencia de la República.
Tenemos que cambiar muchas cosas.
Por suerte el presidente Fernández da muestras de estar enterado, y bien dispuesto.