No cabe duda. La libertad es un lío. Es un enredo tal que ha enmarañado gran cantidad de las mentes más lúcidas, ilustres y bien intencionadas de todos los tiempos. Pero no hay que alarmarse: no voy a embarcarme en un fatigoso y necesariamente defectuoso y saltarín bosquejo de los infinitos dibujos que pugnan por representar ajustadamente a la libertad.
Digamos simplemente que una persona es libre, o se considera tal, cuando actúa o ha actuado de acuerdo a su decisión. Es decir, que está o estuvo en capacidad de actuar de otro modo si así lo hubiera elegido.
El problema está en la elección. En la sabia elección. Escribía Juan Montalvo, el indoamericano que más cervantinamente manejó las letras, que «Pueblo donde la libertad es efecto de las leyes y las leyes son sagradas, es, por fuerza, pueblo libre».
Pero sucede que la libertad, a fuerza de incomprensiones y abusos, ha llegado a convertirse en término desdibujado, impreciso y hasta peligroso.
Lo cierto es que se requiere de una cierta esclavitud, de una sujeción a reglas convenientes, tanto para el individuo como para el conglomerado. Y la sujeción consciente a reglas beneficiosas y productivas sólo puede ser producto de una educación ciudadana cuidadosa, honesta y fuerte en la protección del bien común.
La Fontaine, el fabulista francés del siglo diecisiete, nos dejó en su relato de El Lobo y El Cordero la terrible sentencia de que «la razón del más fuerte es siempre la mejor». Siempre ha existido esta realidad, pero moderado por un pudor que se ha ido desvaneciendo como nubecilla suave ante viento feroz. Aún grandes países, como los Estados Unidos, envidiados buenamente por su imagen democrática, apegada a la Ley y la Justicia, nos golpean con sus abusos gubernamentales, últimamente con la guerra de Irak, envuelta en mentiras y componendas que han degenerado en un diario y espantoso baño de sangre. Yo me imagino o, mejor, llevo mi pensamiento hasta esos muchachos arrancados de un apacible pueblecito donde trabajaban en una cafetería, una gasolinera o estudiaban, seguros y confiados en que estaban en «América» (como ellos le llaman a su país), tierra de libertad, justicia y disposición de exportar tales bienes a todo el planeta. Tierra de honestidad asentada en el pensamiento de aquellos calvinistas puritanos ingleses y en el sentido del esfuerzo, del denuedo, del empeño y decisión de progreso, que, no obstante se levantó sobre la crueldad ejercida contra los indígenas. Otra vez «la razón del más fuerte».
Pero las -digamos- razones para el abuso han ido degenerando perplejamente con el paso de los años, hasta llevarnos a un gobierno como el del presidente George W. Bush que, por suerte, está mereciendo cada vez mayor rechazo en su país.
El logro de la libertad positiva, beneficiosa para las grandes masas, es cosa difícil, pero posible mediante un inquebrantable, inflexible y permanente respeto a la Ley, a la totalidad de los mecanismos destinados a aplicarla sin privilegios ni excepciones irritantes y trastornadoras.
Tenemos que movernos hacia una disciplina cívica enérgica y estable, que abarque a ricos y a pobres, a fuertes y a débiles. )Qué es muy difícil, casi a la orilla de lo imposible?
Difícil sí. Casi imposible, no.
Imposible es lo que no se emprende.
Debemos tener en cuenta la disciplinada actitud de las grandes mayorías de ciudadanos de países en los cuales se aplican las leyes, y también la forma en que tal disciplina se desmorona o se resquebraja cuando se empiezan a producir impunidades.
La población empieza a cambiar malamente.
Lo mismo, a la inversa, sucede cuando se siente una masiva obediencia a la Ley: la conducta popular empieza a transformarse en bien, disciplina y prosperidad.
Es lo que requiere nuestro país.