De Malkum, mondongos y dinero

De Malkum, mondongos y dinero

Se terminaba la década de los cincuenta y la vida en la Ciudad Colonial era otra. Subiendo una cuesta de la calle Mercedes, casi llegando a la avenida Mella, vivía y tenía su fonda Malkum. El pequeño negocio tenía unas cuantas mesas con manteles a cuadros rojos y blancos con cierto aire de suave pobreza.
Malkum y su esposa se levantaban casi al amanecer a lavar las tripas de cerdo que servían de base a su famoso mondongo. Malhumorado, tenía a menudo discusiones con su compañera, con la participación de cacharros y ollas ya abollados por los golpes producto de sus rabias. Si uno pasaba temprano podía escuchar asordinados residuos de esas discusiones.
Es curioso que a pesar de ello su mondongo fuera tan sabroso.
Es que en el fondo Malkum era un medio turco compasivo, al punto de que a la clientela que no tenía dinero solía ponerle de más, mientras peleaba con la esposa en una costumbre que parecía más fingida que otra cosa. “Este trabajo no es tuyo solo -se quejaba ella-, me levanto por la madrugada para que tú estés pasando por generoso”.
Mi recuerdo de Malkum, con sus ojos grandes y saltones, vino en la noche como una sombra del pasado. Su aroma llegó a mi mente inundándola. Yo lo veía prepararlo todo. Escuchaba el ruido de la cuchara dando vueltas en las ollas, del que tanto se quejaban los vecinos… Pero que él sabía recompensar regalándoles una buena porción que sus alegres amigos disfrutaban después, arropados en la peculiar simpatía propia de sus compueblanos de San Pedro de Macorís. Había viajado a Italia interesado en estudios de canto, pero regresó siendo un excelente cocinero, experto en caldos y pastas.
En la época que rememoro el dinero tenía otro valor. Se usaban otras denominaciones, con monedas mucho más respetadas que las que utilizamos ahora. No soñábamos con las cantidades que en este tiempo se manejan como si nada. El “peso” era importante (por cierto, en el artículo anterior yo relataba acerca de una fonda que años antes, siendo un niño, puse para los niños pobres del vecindario. Confundiendo el valor de las monedas, dije que daba el platito a dos pesos. No era así. Lo cobraba a dos centavos. De ningún modo un niño habría pagado dos pesos por esto. En primer lugar, porque en aquellos tiempos un centavo, usualmente llamado “un chele” era toda una personalidad de cobre. Hoy no es más que un despreciable signo monetario. ¿A quién se le ocurre utilizarlo ya?
Recuerdo el cuidado con que la señora Malkum contaba chele a chele y cómo los colocaba, casi amorosamente, en pañuelos, para no ofender su dignidad indiscutida.
Hace poco tiempo, a la puerta de un supermercado, un jovenzuelo me atacó con el “deme algo, don, que no he comío”. Hurgué en mis bolsillos y le entregué la única moneda que encontré, quizá sería de diez pesos. Me lanzó una mirada de odio y escupió “¡¿Y esa mierda sirve para algo?”… Y la tiró al suelo.
Hasta tal punto hemos llegado.
Creo que viene siendo tiempo de sincerizar el valor del dinero.

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