De memoria, en mi Viejo San Juan, las otras ciudades posibles

De memoria, en mi Viejo San Juan, las otras ciudades posibles

Si en tu ruta diaria pasaras por el castillo San Cristóbal, recordarías que Borges una mañana candente de verano, junto a María Kodama, ocupó el asiento trasero del carrito de Rosario Ferré, elucubrando y oliendo el aire yodado de este mar

Atlante. Y recordarás los cuentos ingleses sobre piratas y corsarios. Si al subir la cuesta y bordear la calle Norzagaray te dieras de momento con los colores y la luz de ese inmenso mar que aquí tiene su regazo, creerías que te encuentras en un lugar dichoso del Caribe, el más dicho que has pisado.

Y no estarás equivocado. Tu memoria girará en el tiempo. Podrás encontrar otras ciudades maravillosas en tu dilatado paso por el mundo, pero ésta quedará en tu corazón.


San Juan se quedó en ti como esas ciudades invisibles de Ítalo Calvino. Pasarás por el barrio de La Perla y recalas en el cementerio. El más hermoso. El de Santa Magdalena de Pazzis, donde los muertos viven el frescor del mar y el arrullo del cielo. Un cementerio modernista que te deja pasar. Y te muestra la entrada a la bahía, esa que fuera tan apetecida por corsarios ingleses y juiciosos holandeses.


Un aire de cinco siglos se asoma en la ciudad. Recordarás a aquel cubano que rememoraba su patria y te veía choteador en un barrio de La Habana o lanzando al mar en botellas cartas de amor destinadas a las bellas en Santo Domingo o escribiendo para un periódico famoso desde tu torre albarrana de esta ciudad, hecha por el azar de la geografía. Establecida aquí sobre cementerios de indios y confederaciones caribes, esta ciudad es un poco de viento. Un viento que levanta las faldas de las muchachas simples en la Calle de la Cruz. Un viento
que es todo aire salubre en la pluma de Damián López de Haro.


Recordarás las muchas ciudades que se encuentran dibujadas en la literatura. Como aquella que vio Diego Torres Vargas. La vieja ciudad con su fortaleza, su pozo de agua fundacional. Y el inicio de la muralla para disuadir a Francis Drake, dará vueltas en el tiempo de tu memoria. La ciudad de Miguel Enríquez, quien armó corsos en estos mares hasta atacar a los barcos ingleses en Jamaica y caer de la cúspide de la Casa de Contratación y el Consejo de Indias…

Que si el obispo
va para Venezuela en visita apostólica, que lo lleven los barcos de Miguel Enríquez, que si no hay harina para las hostias, que la busquen los barcos de Miguel Enríquez, que si atascó una nave en La Anegada, que la rescaten los barcos de Miguel Enríquez, que si hay que ir a buscar al nuevo gobernador a Cádiz, que los busquen los marineros de Miguel Enríquez.


San Juan es la ciudad de Campeche, el negro que recorría sus calles pintando las paredes, haciendo maldades con los colores. Iba de mañana camino a estudiar solfeo. Luego en las tardes miraba la bahía hacia La Puntilla y las montañas más allá del Cataño. Y buscaba en su pensamiento a una muchacha que montaba a
caballo. Esos caballos que llenaban la calle principal, la del Santo Cristo de la Salud, en los días festivos, como aquel del siglo XVIII en que murió el niño Baltasar Montañez, al caer por el risco donde tiempo después emplazaron la cárcel de La Princesa.


Pensarás que hay muchas otras ciudades debajo del tótem telúrico. Ciudades que los arqueólogos no han podido descubrir. Ciudades que, cuando penetras por algún tugurio de la calle de San Francisco, antes de llegar donde el pícaro escultor Santiago Espinales, te transportan fácilmente a un barrio de Johannesburgo. Una tarde me perdí en los laberintos de San Juan y confieso en un arrebato real-maravilloso, que a pocos segundos estabas sentado bajo unos almendros en Paramaribo. Otra noche en el bar Los hijos de Borinquen y entre música los setenta y son de Benny Moré (“Castellano que bueno baila usted…”), uniste todo los recuerdos de Puerto Rico a su diáspora. Y recordamos haber leído que en esta calle de San Sebastián vivía Noel Estrada, el hombre que escribió la nostalgia en “Mi viejo San Juan, cuántas veces lloré en mis noches de infancia…”)


En la Bodeguita recordarás a Rafael Castro Pereda que llega con Vanessa Droz, como cada viernes. Sale con los cuadernos de estudiante y te pasa por la tertulia del Patio de Sam. Allí un poema de Edwin Reyes. Entorcha por La Cubanita en la San José. Y más tarde te encuentras con tu amante alemana cerca de la casa de don Ricardo. Tiempo después pasa por el Callejón del Gámbaro y recuerdas que aquí, Rosado y Beachamp murieron. Lo has leído en una novela de Olga Nolla. Sí, aquella mujer del pelo largo y sonrisa hermosa que una tarde te acogió en su mirada en el Convento de los domínicos, donde murió el tío Miguel Enriquez, muchos siglos antes y donde ahora hay una Galería Nacional cerrada, como todo lo nacional, cerrada.

Pensarás que todas las calles te llevan a La Bombonera. Allí donde en una mañana te encontraste con los artistas de aquí y Silvano Lora. Sí, el Silvano que vino con la modelo de pintores de caballete, hermosa como Eva, como Penélope oportuna, como Sofía Loren en el bolero de don Felo. Los industriosos Puig y Abraham era como si fuera un concierto entre catalanes y judíos… allí comulgaba con los tiempos los poetas, los publicistas, los cesanteados y los camareros de pantalones negros y camisas blancas, que prestos corrían a traer la piña colada, que dicen que en esta ciudad nació.

Sabrás que la ciudad está de cumpleaños y tú no estás y te resiste a despedirte.


Podrás presentar a tu fotógrafo, y unir tus distintos cuentos a una cadena de historias. Sin embargo, la ciudad está ahí para el recuerdo. El Callejón de las Monjas que un día albergara a José Luis González y a Juan Bosch, queda ahí lleno de balcones y flores como diciéndome que tú estás simbolizado también en el estallido de la primavera, que aquel que entre al cementerio de Santa María, y mire hacia El Morro que me conecta con tu Santo Domingo, entenderá que aquí la vida es una fiesta interminable. Y la amistad un lazo gigantesco, que hace piruetas en lugar de homenajes.

Que todo lo pasado queda aquí en el recuerdo de Campeche que un día pintó a una muchacha a caballo, que era la novia de un general español, pero que en verdad era ese amor que siempre quiso pintar y no pudo, como si fuera otra Rosa Enríquez, la hija que murió sin recibir respuestas de los oficiales del Consejo de Indias, donde le habla de los buenos servicios prestado por su padre en las correrías del Corso y pedían que se apiada darán por él que estaba a punto de fallecer en sagrado.

Pero la ciudad, entre tantas ciudades posibles, no está hoy para lágrimas, sino de cumpleaños. Quinientos que no es nada. La ciudad de San Juan será como Roma: eterna, infinita.

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