De  mis turbios conflictos con la electrónica

De  mis turbios conflictos con la electrónica

Talvez todo comenzó con radiaciones procedentes de mi abuelo Laíto, cuando, en años infantiles, escuché de un asmático anciano el riente relato relativo al primer radio-receptor que llegó al país, a inicios del Siglo XX.

Mi abuelo, a quien no conocí, era hombre fácil a la ira y tomó como burla el que le aseguraran que mediante un aparato comprado en la respetable y reverenciada ciudad de Nueva York, podía escucharse la B.B.C. desde Londres.

El abuelo, enfurecido, sacó el revólver y amenazó con “entrarle a balazos a ese charlatán que pretendía burlarse de él”. Tras la insistencia del propietario del formidable aparato, todos los contertulios insistieron en aguardar la prueba.

Hubo interminables intentos fallidos “debidos a la estática” –decían-. Finalmente se escucharon unas claras campanadas.

-¿Tú vez, incrédulo?… ¡ese es el Big Ben de Londres, el enorme reloj del Parlamento! Ahora escucharemos las noticias de la BBC.

Resultó que se trataba de las campanas de nuestra Catedral. El abuelo se dobló de la risa.  No sé hasta qué punto este relato me hizo renuente a aceptar aquello cuya mecánica no conocía o podía entender. Empecé a escribir en maquinillas eléctricas en  substitución de las mecánicas; cuando conocí algo más acerca de la electricidad, cuya realidad y posibilidades, eran algo conocidas desde la antigüedad, aunque no fue hasta 1787 cuando la Ley del físico francés Charles Augustin de Coulomb estableció la fuerza de atracción o repulsión entre dos cargas, categorizándolas y abriendo puertas a otros genios, como Edison, cuando, para perfeccionar la lámpara incandescente, creó el primer diodo. Por ahí siguió todo. Fleming creó el tríodo, luego se inició la electrónica transistorizada cuando en 1948, Bardeen, Brattein y Schokley inventaron el transistor, base de la creciente miniaturización de los aparatos electrónicos, primero con circuitos impresos y después con “chips” o circuitos integrados de escasos milímetros.  Ya uno no sabe si van a llegar a ocupar menos de un pequeñísimo punto inyectado en el cuerpo humano.

Puede –se me ocurre ahora- que mi abismal y difuso rechazo de mis asombros ante la más moderna electrónica, se deba a que percibo una creciente robotización del humano.

Cada vez el humano tiene que pensar menos, que esforzarse menos, que moverse menos, llevándolo a una disminución extraordinaria de sus posibilidades. Hace años un prestigioso psicólogo-antropólogo –creo que era Ralph Linton- afirmaba que la cualidad humana más generalizada que había encontrado en sus extensos estudios sobre el terreno, era la de que el humano se sienta desde que puede. El sorprendente Julio Verne, que noveló acerca del viaje a la luna, del submarino movido por energía atómica y otras revelaciones que podemos llamar predicciones, temía la  extrema debilitación  y extinción de la raza humana a causa del predominio de aparatos capaces de lograr un control total de la especie.

¿Nos encaminamos a ser más capaces, creativos y avanzadores?

¿O a ser manipulados, sin responsabilidad, por un selecto grupo de técnicos?

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