De mujeres, hombres y novedades

De mujeres, hombres y novedades

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Ya lo dijeron los franceses, refiriéndose a las mujeres: ¡Viva la diferencia! Y gracias a Dios que son diferentes a los hombres, aunque a menudo éstas desconocen o reniegan despectivamente de sus enormes virtudes. Toda una trayectoria denigrante (con participación femenina) se pierde en la historia y la leyenda, se interna en el Eclesiastés bíblico («La mujer es más amarga que la muerte, es un lazo de cazar y una red barredora su corazón, y sus manos son grillos…»

-Cap. VI, 27). Aún en el siglo diecisiete, la reina Cristina de Suecia -mal formada, pues sucedió a su padre Gustavo Adolfo, fallecido cuando apenas ella contaba seis años de edad y reinaba bajo la tutela del canciller del reino- habría de declarar Cristina en sus Memorias: «Amo a los hombres no porque son hombres, sino porque no son mujeres» (Aeckenholtz).

Sin embargo, las mujeres están empeñadas en parecerse a los hombres.

Supuestamente en los derechos, pero, en verdad, en los deberes, angustias y responsabilidades. Anatole France (Premio Nóbel de Literatura 1921) nos dice en El Jardín de Epicuro: «Yo aseguro a la mujer que, en su lugar, odiaría a todos los emancipadores que pretenden igualarlas a los hombres, pues así las empequeñecen».

Por supuesto, bien está que la mujer se cultive, que inunde las universidades y dé irrefutables pruebas de su inteligencia pero…¿qué sucede cuando sale embarazada, legal o ilegalmente, a voluntad o por descuido? Pues que asumen un doble rol. Se ven envueltas en responsabilidades propias de ambos sexos. No solo pasan el sorprendente y complejo episodio de la preñez y el parto sino que asumen estoicamente la obligación de hacer de esa criatura un buen ser humano, varón o hembra. ¿Por qué, si no, escuchamos a grandes deportistas nuestros, triunfadores en el béisbol de Grandes Ligas, o en deportes de alta exigencia, referirse siempre a sus madres y no a sus padres, volcando su agradecimiento a los extraordinarios esfuerzos que realizaron sus progenitores en su favor?

Hasta el siglo quince italiano, la Iglesia había pretendido que «mulier non est facta ad imaginem Dei» (que la mujer no está hecha a semejanza de Dios) pero entonces hubo una curiosa dedicación a la rehabilitación femenina.

Y a los ocho años de edad, S. XV, Cecilita Gonzaga sabe escribir griego y declinar sustantivos y conjugar verbos sin errores. Nos refiere el eminente historiador francés Philippe Monnier en su Historia Literaria del Siglo Quince Italiano que «Al llegar el papa Pío II a Urbino, cierta joven princesa pronuncia ante él un discurso en latín tan retórico y florido que el padre de la cristiandad, aunque excelente latinista, confiesa su embarazo para darle la contrarréplica en el lenguaje de Horacio…y Jacopo di Bérgamo asegura que el Santo Padre dijo que ninguna mujer en Italia podía ser comparada con aquella, ni por su erudición ni por su elocuencia.

Pero no era caso aislado.

En aquel tiempo Isotta Nogarola disputa en casa de Ludovico Foscarini acerca de la participación y responsabilidad de Adán y de Eva en el pecado original. Casandra Fedele escribe un libro sobre la clasificación de las ciencias.

Pero la mujer se percata de repente de que es hermosa, se mira al espejo y sonríe.

No es cierto que la sonrosada carne humana esté amasada de una mezcla de polvo y barro que hay que castigar y cubrir con ropas hasta dejarla invisible.

Y los Botticelli, los Ghirladaio, los Lorenzo di Credi evocarán la desnudez grácil y serena de las Venus, de las Dianas, las Gracias, las Ninfas. «Si a las mujeres que tienen hermoso cabello -escribe Lorenzo Valla-, hermoso rostro, hermoso pecho les toleramos que desnuden esas partes ¿por qué ha de parecernos mal que muestren otras no menos hermosas de su cuerpo?

La mujer escota sus vestidos, inventa aceites para suavizar la piel, enrojece sus uñas, aclara u obscurece sus cabellos, blanquea sus dientes…se maquilla.

Ya se había hecho mucho antes, pero el criterio tiene novedades.

Y con el paso del tiempo se ha vuelto un lío.

Una esclavitud.

Y resulta que hoy cada vez más hombres se acicalan, se depilan, se maquillan con discreción, quieren ser bellos, apolíneos, adoptadores de poses seductoras (¿para quienes?). Su conversación se ha tornado más frívola siempre que no se trate de asuntos financieros, cuando vuelven a las cavernas: «lo mío». Y se tornan hoscos.

¿Estaremos en la antesala del predominio de la mujer?

¿De un nuevo estilo de matriarcado?

¿Nuevas fuerzas y nuevas debilidades?

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