De nombres y autoestima

De nombres y autoestima

POR LEÓN DAVID
Muy a mi pesar me he visto obligado a admitir –no en una sino en múltiples ocasiones- que nuestro pueblo no se estima a sí mismo y, por consiguiente, vaga por las calles arrastrando por el lodo el amor propio como si de un trapo se tratara.

Dejaré para momento más propicio indagar las motivaciones históricas de tan generalizada conducta cultural. Básteme por ahora registrar una vez más el hecho –a juicio mío irrecusable- y poner en evidencia una de las maneras como tal desvalorización se manifiesta…

Reza el proverbio: «no hay peor cuña que la del mismo palo». Por un mismo modo podríamos aseverar que no existe peor crítico de la dominicanidad que el que tuvo la ocurrencia de nacer y vivir en nuestro isleño territorio. Y, por descontado, el menosprecio a lo nuestro va de manos con la desembozada tendencia a ensalzar todo lo de fuera. Lo autóctono es por antonomasia malo, feo y denigrable; lo foráneo –siempre que no proceda de Haití-, ostentará el brillo y las cualidades que por tan mezquina guisa en lo propio nos hemos empeñado en negar.

Pues bien, para ahorrar al lector fatigosos preámbulos, iré al grano: nuestra inclinación a disminuir lo nacional y a magnificar lo extranjero se va a manifestar, entre otras cosas, en los nombres que hemos dado a sitios públicos y calles de la ciudad.

¿Por qué la avenida del malecón, sin duda la más hermosa de la capital, tiene que llamarse George Washington?  ¿Por qué colocar a amplias y transitadas vías los nombres de Winston Churchill, John F. Kennedy o Charles de Gaulle, voces por otra parte impronunciables para el dominicano común?

No escatimaré a los señores a los que acabo de referirme méritos y valía. Sin embargo, una cosa es honrar al que nació y vivió lejos y otra muy distinta ignorar olímpicamente al que tenemos en nuestra propia casa. ¿Qué hicieron aquellos caballeros norteamericanos o europeos por la República Dominicana? ¿Por qué sospechosamente muchos de nuestros más bellos parajes públicos han sido bautizados con nombres de individuos perfectamente ajenos a nuestra realidad nacional? Si parejo fenómeno obedeciera a un explícito proyecto desnacionalizador el resultado no hubiera podido ser más exitoso. Empero, nuestra singular psicología de auto-devaluación explica suficientemente los hechos sin tener que recurrir a otras hipótesis…

Nos creemos tan poca cosa que acudimos presurosos al mérito real o supuesto del extraño en la esperanza de que algo se nos transfiera de su grandeza. Henos aquí, mutatis mutandis, frente al mismo mecanismo psicológico que induce a los padres a encasquetar a sus hijos los nombres de «Peter», en lugar de Pedro, «Tommy», en lugar de Tomás, o «Daisy», en lugar de Margarita, sin darse por enterados quienes tan bellacamente actúan que lo que ellos suponen enaltece en verdad ridiculiza.

Lamentablemente, hasta para comprender que se está haciendo el ridículo se necesita cierta dosis de natural sentido común que, mucho me temo, no abunda por estos pagos criollos.

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