De normas, tradición… y algunas cosas más

De normas, tradición… y algunas cosas más

POR LEÓN DAVID
Complaceré a mis innumerables adversarios admitiendo la grave acusación de que no soy una persona normal. Normal es –corríjanme si me equivoco- el que se atiene a las normas; y las normas las establece el comportamiento social colectivo. Parejo comportamiento, a su vez, se caracteriza, si las apariencias no me engañan,  por dos rasgos fundamentales que raramente dejan de estar presentes: la auto-preservación y la comodidad.

 El grueso de los seres humanos orienta su conducta en el mundo obedeciendo consciente o inconscientemente a esas dos tendencias elementales cuyas raíces es lícito sospechar se hunden en uno de los más profundos estratos de nuestra estructura biológica. De manera que las normas que regulan los procesos de interrelación entre los hombres van a hallarse en gran medida configuradas por la dinámica –verdadera inercia del orbe social- de la comodidad y la auto-preservación…

De aquí surge lo que solemos llamar el peso de la tradición. Porque no es otra cosa la tradición que el sistema global de normas que un grupo social acepta y reproduce. De hecho la tradición consiste en la repetición mecánica, automática y, por tanto, casi siempre inconsciente, de un modo de comportamiento propio de épocas anteriores. La tradición es el pasado que se sobrevive en el presente; es la argamasa, la fuerza aglutinadora, reafirmadota que brinda coherencia y sentido de continuidad y pertenencia a cualquier comunidad de seres pensantes.

Constituye, por decirlo con otras palabras, la pauta estabilizadora cuya función estriba en imprimir a la totalidad colectiva una forma lo más estrictamente delimitada posible. La regulación, la ley, el orden, la reiteración en las más diversas circunstancias de los mismos esquemas de convivencia constituye, hasta donde mis escasas luces me han permitido comprobar, el mecanismo básico mediante el que la tradición opera.

Ahora bien,  pecaríamos de reprobable descuido si olvidásemos que la tradición –o sea, aquello que nos hace normales-  no es realidad que existe fuera de nosotros, externa y ajena a la intimidad de nuestro yo. Es parte esencial de nuestra persona, hasta el punto de que a menudo llega a determinar las vertientes más relevantes de nuestra conducta y a configurar nuestra visión del mundo y nuestra actitud vital ante el universo y ante los demás seres humanos.

El problema de la tradición es que si bien procura seguridad, sentido de aceptación y de participación comunitaria merced a los reiterativos e inalterados rituales de la cotidianeidad, esto lo logra al precio del estatismo y la rigidez. Cuanto más tradicional sea una sociedad, más resistencia ofrece al cambio y a la apertura frente a lo diferente e inédito. La tradición se cierra sobre sí misma como las valvas de una ostra. Su ideal consiste en eternizar el sistema vigente en un momento dado; de ahí su afán por unificar, estandarizar, uniformar, por hacer entrar contra viento y marea la variedad irreducible de la vida en un cauce único. La tradición es por definición monolítica y autoritaria. Para ella cualquier diferencia, la menor conducta no previsible es percibida como amenaza potencial a la que es menester eliminar o, al menos, neutralizar sin demora. Cuando la comodidad y la auto-preservación constituyen los ejes sobres los que se sostiene nuestra actitud vital, esto es, cuando la tradición  obra desde nosotros en tanto que fuerza impulsora fundamental que pauta y regula nuestras acciones, la transformación sólo puede ser tenida como algo terriblemente inquietante, desestabilizador, algo anormal, especie de patología infecciosa causada por un maligno virus que es preciso destruir mediante la aplicación de los más probados antibióticos: la indiferencia, la ridiculización, la mistificación, la asimilación, el chantaje y, por último, la simple y cruda violencia.

El poder de la tradición estriba en que actúa desde las instancias más primitivas de nuestra persona. Se apodera se los resortes afectivos, emocionales y senso-motores edificando a partir de ellos un modelo reactivo coherente de insertarse en el mundo y la sociedad. Semejante modelo ha sido hasta ahora eminentemente defensivo; aplica la estrategia de la coraza, la cual si bien proporciona cierta dosis de seguridad nos aprisiona en una suerte de fortaleza sitiada, sin perspectiva alguna de que podamos un día liberarnos y escapar de sus asfixiantes murallas…

Sospecho, sin embargo, que es hora ya de empatar estas aventuradas reflexiones con mi razonamiento inicial: en una sociedad donde priman la comodidad y la auto-preservación ser normal equivale a vivir desde la tradición para la tradición. La norma colectiva general se impone al cambio individual concreto, a la posibilidad de un desarrollo autónomo al margen de los patrones inflexibles que la sociedad postula. Surge entonces el conflicto entre el individuo y la sociedad, entre el yo y los otros, entre mi sentir interno y la moral vigente. En tales circunstancias el individuo sólo puede reafirmarse a sí mismo y desarrollar sus potencialidades acudiendo al rechazo de la pauta común. Pero al actuar por ese modo se convierte en un rebelde, en un subversivo, en un agente disociador que no tarda en atraer la censura de cuantos le rodean… Quien no acepta la norma se convierte en anormal… Acaso sea eso lo que me reprocha la legión de mis adversarios y, ¡caramba!, no dejo de darles la razón.

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