De Nueva Cork nadie sale ileso

De Nueva Cork nadie sale ileso

 ELOY ALBERTO TEJERA
De Nueva York nadie sale ileso. En numerosas ocasiones se lo dije a JC Malone en su apartamento situado muy cerca del hogar de los Yankees, donde más que las luces del gran estadio o el estruendo de los fanáticos al reaccionar a los jonrones de Jeter o Alex Rodríguez, llega una tristeza que pulula y camina alrededor del edificio. Esa parte del Bronx, donde vive una gran cantidad de afroamericanos y latinos a los que veía «como salidos de un naufragio» (Lorca), me producía una honda tristeza.

George Steinbrenner en su soberbia senil una vez dijo que quería mudar a sus Yankees de aquel sitio. Sus razones tenía y las lamía en público. Aquel paraje de seres pobres que rodea al estadio es muy feo para tener a sus bien afeitados, peinados y vestidos peloteros. Aquello es un gueto y él no puede darse ese lujo. Aunque aquel club de desempleados e indigentes vive de su club de ricos como los son los Yankees, pues camisetas, gorras con la poderosa insignia son vendidas cuando los gloriosos Yankees están en «play offs» o en Serie Mundial. Al «boss» aquella sobrevivencia le da tres pitos.

Si la pobreza del Bronx deprime, el lujo desmedido causa una sensación peor: asquea. Eso me sucedía cuando visitaba el downtown, el verdadero New York a juicio de los incautos turistas.

En Nueva York lo más luminoso de un día de invierno son los titulares del Daily News o del New York Post, donde uno se entera del último asesinato de un maniático o de una madre que ha decidido lanzarse con sus hijitos desde un 20avo. piso. O de la desgracia en que ha caído una celebridad al que han atrapado fumando marihuana o haciendo una travesura en una discoteca tipo estudio 54. Pero más que eso hay una tristeza neoyorquina que no se puede explicar. No tiene que ver con el tener que pagar la renta religiosamente o las facturas, so pena de verse en la calle.

La combinación del frío, el desarraigo, la factoría, la nostalgia y la desazón por conseguir el dólar, pudiesen ser la fórmula para explicarse el porqué todos los que viven en Nueva York salen con alguna herida o marcados para siempre.

El verano es un extraño regalo que da la ciudad del frío, Una limosna.

Hasta en esa luz del verano vislumbré que alguna marca nos deja esa gran ciudad. Algún dolor nos imprime para siempre en la carne. No vale que hayamos triunfado en tal o cual aspecto. Vivir en Nueva York tiene sus misterios y unos bemoles que tienen que ver con la dureza a que somete aquella geografía a sus inmigrantes.

La gente no es neoyorquina por nacimiento. Lo es por padecimiento. Verdadero estatus ése. Se es neoyorquino por los padecimientos que se cargan. Piénsese en la puntualidad asquerosa con que hay que pagar la renta, la factura del teléfono o hasta para enterrar a los muertos.

De Nueva York nadie sale ileso. Se lo quise decir al escritor Pedro Antonio Valdez cuando éste trabajaba en una tienda de alquiler de vídeos en el Bronx. («Dichoso el poeta que viene a Nueva York y no a quedarse, escribió Valdez»). Pero no pude. Eso sí se lo dije a Rafael Hilario Medina mientras él bailaba con una mujer lastimosamente ebria y tristemente negra. Recuerdo que él recitaba unos versos extraños que él había escrito en ese duro invierno. Hilario me dijo: sí, Eloy, esta ciudad está llena de seres adoloridos y marcados. Yo no pude decirle que la había bautizado como «la gran heridora».

De vuelta aquí a Santo Domingo, disfrutando del Malecón, del sol, de esa extraña y hermosa luz que sólo el trópico brinda, he pensando en ese Nueva York oscuro que se traga a los hombres y que los vomita hechos migajas u olvidados rastrojos. Y me he dicho: yo tengo mi herida secreta. Ileso no estoy, confieso, tampoco quienes han hecho la travesía (Hilario, Viriato Sención, Alexis Gómez, Pedro Valdez, León Felix Batista) ni los que aún la hacen (Frank Martínez, Malone, Juan Torres, Gutiérrez Campos, etc.).

«Escapad de las ciudad porque a nadie perdonan», dijo el ilustre ciego Borges. Yo le hice caso. Los que aún no le han hecho, aténganse a las funestas y tristísimas consecuencias.

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