De «pencas», niños y dictaduras

De «pencas», niños y dictaduras

MIGUEL AQUINO GARCIA
El año es 1960 y el lugar es la avenida doctor Delgado. A sus 10 años de edad el nieto del generalísimo Trujillo, Ramfis Rafael Trujillo Ricart, consciente de la preeminencia y poder de su familia le parece natural ser transportado en su Mercedes Benz del año de color negro por su escolta personal, formada por el teniente Fernández ocupando un asiento del frente y el sargento Peña a cargo del volante.

Ramfis y yo vamos sentados detrás como era costumbre, cada vez que este me invitaba a acompañarle por el resto del día al concluir las clases en el colegio La Salle, y cuyo itinerario generalmente incluía una visita al club de las Fuerzas Armadas ubicado en el hoy Centro de Los Héroes con facilidades para numerosos juegos de mesa, o una parada en la Estancia para deportes equinos ubicada en terrenos que más o menos corresponden a la ubicación de hoy Hotel Santo Domingo, donde Ramfis gustaba de observar a su padre y tío con sus amigos en la práctica de estos deportes, o en otras ocasiones y siendo fin de semana nos transportábamos a la Hacienda Fundación de San Cristóbal, donde su mayor entretenimiento era dedicarse a la cacería de pájaros en los inmensos terrenos de esta Hacienda, siempre bajo la mirada cautelosa del teniente Fernández pues el muchacho había aprendido a manejar el rifle como si fuera un tirapiedras. De hecho fue en aquella Hacienda Fundación donde me tocaría conocer personalmente al jefe, pues este solía pasar allí casi todos los fines de semana.

Y no sería justo ni honesto sino afirmara que a mis once años de edad las memorias de aquellos increíbles tiempos aún permanecen gratamente imborrables porque ¿a qué mucho del mundo no le gustaría verse transportado a un mundo de maravillas como si hubiera entrado de repente en una lámpara de Aladino?.. A pesar del obvio poder y prestancia de su familia, Ramfis Rafael nieto se comportaba con gentileza, sencillez y naturalidad con sus amigos, ya fueran hijos de asociados a funcionarios del gobierno, entre otros Cochón Calvo me viene a la memoria, o simples contactos, circunstanciales como era mi caso, ya que mi familia humilde no pertenecía a aquel mundo de grandiosidad y poder, y solo la designación de mi madre como profesora particular de Ramfis por quien este niño tuvo gran cariño y simpatía, nos había tangencialmente acercado a aquel mundo ajeno y prohibido.

La conducta personal de Rafael, de niño y luego de adulto, contrastó con la aprobiosidad exhibida por el régimen de su familia, en la que su propio padre con el asesinato de héroes nacionales había dejado una tenebrosa impronta, aunque hay que reiterar que como habría de esperarse Ramfis nieto proclamó siempre su lealtad familiar hasta el momento de su ida a destiempo.

Pero volvamos a aquel día cualquiera de 1960 cuando acabamos de salir de los terrenos del Palacio Nacional, donde nos habíamos detenido brevemente para una entrada fugaz del muchacho junto al teniente al interior del mismo, me preguntaba yo si para un breve contacto con el abuelo, pero sin atreverme a hacer la inocente pregunta. Descendiente muy despacio por la doctor Delgado en dirección a la avenida Bolívar, mi mirada suele distraerse como de costumbre en la figura medio oculta de una ametralladora que descansa debajo del asiento ocupado por el teniente, cuya imagen metálica, fría y silenciosa, solía ponerme los pelos de punta. ¡cuidado con pisar eso! me advertía el teniente cada vez que me tocaba entrar al vehículo, por lo que me resultaba imposible ignorarla.

Este día sin embargo, lo que me distrae no es la imagen de aquella ametralladora que de solo verla me daba terror y hasta sentía que me hablaba, «mucho cuidao conmigo», me imaginaba que me decía si la miraba mucho, aquel día lo que me distrajo fue la cara llena de pecas del sargento Peña, que en vez de mirar para adelante, de momento ha detenido casi la marcha del vehículo y se encuentra ensimismado siguiendo con la vista la figura de dos hermosas muchachas que contorneando sus esculturales cuerpos se desplazan tranquilas por la acera, con aire de diosas tropicales y en dirección también a la avenida Bolívar.

Advertido de la repentina curiosidad del chofer, el teniente le dice medio entre dientes «esas pencas son de Santiago, andan de visita por un tiempo…, «sigue pa`lante…» insistió el teniente al sargento, quien respetuoso continuó más ligero y en silencio la marcha.

Previo a cada salida con Ramfis, mi madre, a tono con lo que aconsejaba la prudencia, no fallaba en su misión de someterme a un repetido repertorio, «¡Cuidado con hablar de nada a menos que alguien te dirija una pregunta, y mucho cuidado con contradecir o hablar mal de nadie…!». Por ello fue a ella a quien acudí curioso al llegar a casa, a que me descifrara el significado de la palabra «penca» que le había oído pronunciar al teniente Fernández.

Habiéndome criado en la capital desde los dos años de edad, la palabra me era totalmente extraña, especialmente en el contexto en que la había escuchado, y que le había contado en detalle a mi madre. Después de una pausa que me pareció un siglo, pues mi madre era mujer de pronta e inteligente palabra, esta me señaló que eso me pasaba por estar escuchando conversaciones de los mayores, que me olvidara de lo que yo había oído, que no era nada malo pero tampoco cosa de muchachos, que mucho cuidado con volver a hablar de eso, dando el tema por terminado.

Después de la salida de la familia Trujillo del país, cuando fue posible a los esqueletos de la dictadura comenzar a salir del closet, mi padre me sorprendió contándome de como el jefe había encarcelado y asesinado en 1951 al maestro Francisco Hernández, esposo de su hermana menor Piedad, por haber participado en reuniones secretas contra el gobierno, y que por obvias razones ella no me había nunca comentado.

El descubrimiento de este roce tan personal y cercano con el revelado despotismo de aquel gobierno, además de los espectaculares asesinatos políticos de la dictadura que la sociedad vino a conocer, incluyendo el de las hermanas Mirabal y de innumerables miembros de la resistencia interna del 14 de junio, entre muchos otros y el contraste entre esta «vena» de los Trujillo y la humanidad y sencillez que a través de Ramfis nieto yo había experimentado de muchacho con esta familia, fue lo que me cautivó y estimuló a investigar y escribir años más tarde acerca de aquel extraordinario y gravitatorio régimen. Así aprendimos que entre las excentricidades exhibidas por aquel dictador con su uso abierto del poder para su engrandecimiento propio, estaba el uso del mismo para la satisfacción de sus instintos sexuales que aparentemente no registraban límites.

Ya en nuestra primera obra acerca de la dictadura, «Holocausto en el Caribe», hacíamos referencia a esta vena de la dictadura, y en posteriores investigaciones nos tocó descubrir a través de testigos primarios, los mecanismos utilizados por Trujillo para asegurarse un flujo continuo de mujeres, entre ellos el establecimiento en Gazcue en los alrededores del Palacio, de residencias, fijas para la ubicación temporera de «queridas», muchas traídas del interior del país, por tiempos variables. No nos cabe duda alguna de que las «pencas» a que se refería el teniente Fernández en aquella visión relampagueante de la calle Doctor Delgado, y su observación de que aquellas mujeres se encontraban «de visita» en esa zona de Gazcue, y su discreta insistencia en que el sargento «siguiera pa`lante…» y se olvidara del asunto, nos indica que estas formaban parte de aquel circo romano.

Nada es más satisfactorio que exprimir la memoria de comprimidos recuerdos, aunque estos vengan teñidos de sentimientos mixtos, pues me parece ver como si fuera hoy la cara pecosa y curiosa del sargento Peña, observando el dulce vaivén del caminar de aquellas santiagueras, y mi deseo de llegar a casa a averiguar lo que la palabra «penca» tenía que ver con todo aquello.

Resulta extraordinario que mientras para Trujillo la mujer era un puro objeto sexual, fue precisamente Minerva Mirabal, sus hermanas María Teresa y Patria, Tomasina Cabral y tantas otras heroínas anónimas las que prendieron la mecha de la resistencia contra la tiranía trujillista, que bajo el liderazgo de Manolo Tavárez sentó las bases para la desaparición de la dictadura, exponiendo a Trujillo como un verdadero «penco» de la represión estatal. Milagros de la democracia.

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