Si hay algo que apasiona al pueblo dominicano, es la pasión por la política y la pelota. Van hermanadas. Aparte de la religión, que crea un fanatismo alucinante, nada divide tanto al dominicano (a) como la política y la pelota.
En el mundo de la política vernácula, carente de valores auténticos, la pasión del militante se vuelca a favor de su partido y muy particularmente a su máximo líder, colmado de virtudes capaz de conducir con su carisma y sus condiciones excepcionales el objetivo primario de todo partido político, a la toma del poder y desde el gobierno “servir mejor a su pueblo.” Mientras mantenga viva esa ambición, gozará su líder de la simpatía y respaldo de militantes y seguidores sin parar en la forma el método o medios empleados a ese fin.
En la pelota y demás deportes la actitud de fanático es distinta porque es emocional. Los héroes deportivos consagrados por sus grandes hazañas y triunfos que le han ganado fama internacional, son preservados por la afición gracias a una especie de código ético no escrito, que vela su buen comportamiento, su gallardía, su vida austera.
Si llegara a ser cambiado a otro equipo o decidiera irse a militar en otra franquicia, su fanaticada no lo abandonaría ni dejaría de admirarlo. Seguiría su carrera rindiéndole el debido respeto, aunque vista otro uniforme. Solo lo apartaría de su fervor una conducta desviada. “Una metida de pata.”
En la política no sucede igual. La pasión por un partido, por su líder obedece a otras razones y circunstancias. Difícilmente el “líder”, mientras sea una opción de poder es condenado o abochornado por sus compañeros y viceversa. Se toleran. Y si forma tienda aparte, que no espere de estos conmiseración alguna.
La pasión por el deporte y en especial el beisbol, nuestro mayor pasatiempo, se acrecienta cuando se trata de clásicos internacionales o juegos olímpicos. El nombre de la República está en juego. El fanatismo político desaparece por completo, concentrado en enaltecer este pedazo de tierra que nos pertenece a todos. Los atletas medallistas son recibidos como héroes por el pueblo dominicano y en Palacio Nacional, gratificados por ser defendida la bandera tricolor y su escudo con alma, corazón y vida, como debe ser.
Por ello entiendo que hay que ser extremadamente cuidadoso y no mezclar “arroz con mango.” Los asesores y amigos cercanos de nuestros grandes ídolos deportivos, convertidos en símbolo de la dominicanidad han de ser menos emotivos, excepto si se trata de un militante político. La idea de entregar Albert Pujols al Presidente Medina, además de su bate, la camiseta de su equipo Anaheim, no con el nombre y el número de su uniforme, sino luciendo el apellido del Sr. Presidente con el No. 1 en la espalda, fue desafortunada. Ese homenaje rendido en medio de una turbulenta y desaforada campaña electoral que amenaza desconocer, a cualquier precio, la propia Constitución, no suma, resta, sencillamente porque no todo lo que brilla es oro.