De presidencialismos y el error

De presidencialismos y el error

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Con cierto susto atravesaba en el automóvil a lo largo del mar inquietado en oleajes frente al Centro Olímpico Juan Pablo Duarte, en la avenida Ortega y Gasset. Me sorprendí a mí mismo, deseando que el Presidente Fernández tuviera que pasar por allí, tras un breve aunque fuerte aguacero, y viera su vehículo terrestre convertido en un barco que incentivaba las olas que cubrían totalmente las ruedas y amenazaban por apagar el motor.

Como buen marinero, llegué a puerto, es decir, a salvo de aquel mar embravecido, proceloso y sin sentido. ¿Cuánto cuesta reparar, o rehacer, o limpiar el sistema alcantarillado? Pero, más que el susto, me alarmó que lo primero que llegó a mi mente fuera el anhelo de que el Presidente de la República pasara por allí en iguales circunstancias. ¿Por qué no pensé en los altos funcionarios a quienes tales asuntos conciernen directamente? ¿Es que nadie resuelve si no es el Presidente, directa o indirectamente a través de funcionarios cuya verdadera función parece ser descubrir lo que quiere el Presidente, intuirlo o ser ejecutores de órdenes, confusas o claras? Recordé el relato del que fuese, al parecer, el último regaño airado de Trujillo al general Román Fernández por un charco de agua que apareció en la ruta a la Base de San Isidro. Faltaba poco para que el dictador cayese en un charco de sangre, no de agua, en la Autopista a San Cristóbal. A lo que voy es que nos queda un sustrato de la intervención presidencial (o de Jefe) en todo cuanto sucede en el país.

Hasta hace poco, se encontraba en la radio un programa humorístico titulado «Las agrias no se pagan» -que no sé por cual razón ha desaparecido- y los graciosos integrantes del diálogo cotidiano, siempre se ponían de acuerdo, con abierta ironía, en que todas las cosas malas que comentaban o denunciaban, se debían a que el entonces Presidente Mejía «No estaba enterado del asunto». «Hipólito no sabe eso» -decía uno con extrema seriedad.

-«Por supuesto, el Timonel no lo sabe, si se lo dicen…¡inmediata corrección y cárcel para los culpables!» -decía el otro entre cascadas de risas.

Lo cierto es que estamos acostumbrados, desde cuando la República era una aldea ancha a que el Presidente lo sepa todo y lo resuelva todo. Balaguer, como Trujillo, recibía madrugadores reportes diarios sobre cuando ocurría en el país….importante o no. Con el crecimiento poblacional formidable, ya no era posible enterarse de todo como en tiempos de El Jefe. Pero la omnipresencia presidencial persistía. Y lamentablemente, persiste.

Quiéralo o no el doctor Fernández, Presidente de la República Dominicana.

Ahora, con él, no sabe uno hasta qué punto está enterado de asuntos que resultan delicados aunque se los presenten cubiertos de inocentes mermeladas de frutas tropicales. Cosas dichas en un tono banal, con sonoridades de trivialidad, de minucia y fruslería.

Pienso que el vocero del Gobierno, Roberto Rodríguez Marchena -quien me pareció muy ajustado las veces que lo ví en un programa televisivo- al procurar una eficiencia altamente inconveniente, le presentó a Fernández, suavemente y envuelta en papel de regalo su propósito de «administrar» las informaciones del Gobierno para no preocupar a la ciudadanía.

Con tantos líos, escaseces y presiones hasta de su propio partido, parece que el Presidente no se percató de que la disposición propuesta por Rodríguez Marchena constituía un atentado contra la libertad de prensa, siendo calco fiel de históricas y tradicionales disposiciones de regímenes dictatoriales, constituyendo un invariable primer paso para el establecimiento de un régimen totalitario que, aparte de no estar, ni remotamente, en la mente del presidente Fernández, es algo impensable en nuestro país y en el mundo moderno.

Hay que aceptar que, aunque con pesar de los amantes del poder ciclópeo, a Rafael Leonidas Trujillo lo mataron hace más de cuarenta años y aunque momentáneamente se añoren en ocasiones los beneficios que produce toda malignidad: orden, progreso y anulación de antiguos males para sustituirlos por otros, nuevos y en realidad peores, lo cierto es que esa etapa terminó junto con las circunstancias que permitieron su ascenso al poder. Además un personaje como Trujillo, o Castro -por no continuar una lista fatigosa- no vuelve a surgir porque su tiempo pasó.

Los errores hay que corregirlos.

Y lo del vocero del gobierno, señor Rodríguez Marchena es error mayúsculo.

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