La palabra “sostenibilidad” se ha convertido en un mantra de nuestro tiempo. La escuchamos en foros internacionales, campañas de marketing y discursos políticos; la vemos en etiquetas, planes de desarrollo y reportes empresariales. Pero en esa omnipresencia yace su dilema: ¿es un compromiso real o un adorno conceptual que suaviza estrategias sin transformar el fondo?
Si rastreamos su origen, la sostenibilidad no es una invención reciente. Desde la Antigüedad, las civilizaciones que perduraron lo hicieron cultivando el equilibrio con su entorno. Aristóteles hablaba de la mesura, ese punto medio en el que el exceso destruye y la carencia impide florecer. Lo que hoy nombramos sostenibilidad es, en esencia, la administración prudente de los recursos para garantizar la continuidad de la vida.
El término ganó visibilidad global en 1987 con el Informe Brundtland, que lo definió como el desarrollo capaz de satisfacer las necesidades del presente sin comprometer las del futuro. Una afirmación, en apariencia, incuestionable. Sin embargo, el problema surge cuando se aplica sin revisar los sistemas que la sustentan. ¿Puede el crecimiento económico desenfrenado ser sostenible? ¿Es posible proteger el planeta bajo el mismo modelo que lo llevó al borde del colapso?
Hoy, la sostenibilidad es un campo de disputa semántica. Para algunos, representa un principio ético que exige transformaciones profundas en la manera de producir, consumir y convivir. Para otros, es apenas un conjunto de métricas y certificaciones que validan prácticas empresariales sin alterar su lógica de fondo. Así surgen las siglas ESG (ambiental, social y de gobernanza), que, aunque introducen criterios de responsabilidad, también pueden ser usadas para eludir compromisos estructurales.
Muchas empresas han adoptado el lenguaje de la sostenibilidad sin modificar las lógicas que perpetúan el problema. El filósofo Bruno Latour advertía sobre el riesgo de “hacer como si” se protegiera el medioambiente mientras se sigue explotando con la misma voracidad. Una disonancia que recuerda al greenwashing: pintar de verde estrategias que en el fondo siguen siendo depredadoras.
La gran pregunta es: ¿qué estamos sosteniendo? Hay una diferencia sustancial entre sostener la vida y mantener a flote un modelo económico con maquillaje ecológico. La sostenibilidad, si quiere ser auténtica, no puede desentenderse de las asimetrías de poder que afectan de manera diferenciada a mujeres y disidencias, especialmente en contextos donde la pobreza y la exclusión tienen rostro femenino. Cuidar el planeta exige, al mismo tiempo, cuidar a quienes históricamente han sostenido la vida desde los márgenes: las que no figuran en las estadísticas del PIB, pero que garantizan su funcionamiento
No basta con buenas intenciones plasmadas en informes. Si queremos que la sostenibilidad tenga peso, debe convertirse en el eje de decisiones políticas, económicas y sociales. Implica más que reciclar o reducir emisiones: exige revisar un paradigma que trata al planeta como mina y a las personas como engranajes de una producción infinita.
Hablar de sostenibilidad es hablar de un pacto intergeneracional. Supone repensar el desarrollo más allá del PIB, valorar el impacto social de las inversiones y anteponer el bienestar colectivo al crecimiento desmedido.
Quizás el primer paso sea desmontar el mito de que podemos seguir sosteniendo un sistema que, por definición, no es sostenible. Rescatar el significado de la palabra exige acción más que discurso, ética más que certificaciones, y un compromiso que no se limite a garantizar la rentabilidad del futuro, sino a asegurar que haya un futuro posible.