De qué verdad hablamos -cotidiana o absoluta-

De qué verdad hablamos -cotidiana o absoluta-

Este ensayo reflexiona sobre el concepto de verdad y la búsqueda de respuestas que den sentido a la existencia. Presenta las relaciones entre el yo, el sí-mismo y el mundo de las apariencias. El objetivo de este trabajo es mostrar algunas de las dificultades que los seres humanos pueden encontrar en la búsqueda de la verdad. El autoconocimiento solo puede ocurrir en contacto con la verdad y es un requisito que parece indispensable para ser parte activa de un mundo humanista e integral.

El ser humano necesita saber cuál es su razón de ser, precisa saberlo con la certeza que solo puede brindar una respuesta que tenga un valor de verdad. De ahí que como Foucault (1982) queremos trabajar un poco con la hermenéutica del sujeto, es decir, la interpretación del sí mismo, pero desde el aspecto de la verdad. Y es que nos luce que solo conociéndose a sí mismo el ser humano podrá ser un ente ético, productivo en el sentido integral de la palabra y finalmente, humanista. Pero resulta que todos “…los contenidos integrados representan partes del sí-mismo, su asimilación no solo acrecienta el ámbito del campo de conciencia, sino también y ante todo la significación del yo, especialmente cuando este, según ocurre la mayoría de las veces, tiene una actitud acrítica frente al inconsciente (Jung, 1976)”.
En este orden de ideas, es importante reconocer el “yo” ya que es el sujeto de los actos de conciencia personales y por tanto de sus actos de habla. La relación entre el pensamiento y el “yo” constituye el criterio de lo consciente pues no es consciente ningún contenido que no sea una representación para el sujeto. Pero caemos en un campo velado cuando reconocemos lo dicho por Jung (1976) de que el espacio de la conciencia encuentra su límite en el ámbito de lo desconocido. Y así, el asunto se vuelve parte de la complejidad de la existencia. Sin embargo, así mismo de misterioso es el hecho de que muchos místicos cristianos y de otras religiones hayan podido tener alcance a conocimientos sagrados de forma directa como si estos límites mencionados solo fueron reales cuando el hombre vive enajenado por una vida superficial que le impide utilizar sus potencialidades espirituales.
Este “yo” ordinario del que hablamos integrando y reintegrando ideas, informaciones y contenidos sin discriminar, se exagera (se infla, palabra usada por Jung). Puede, de este modo, fácilmente quedar dominado y correr el riesgo de asimilar e identificarse con otras esferas y niveles de verdad, ajenos a él. Y, de esta manera, quedar atrapado con facilidad en un mundo falso o en una mentira aceptada como realidad y convertirse en un ser manipulado o en el que vive un mundo irreal. La realidad es con frecuencia tergiversada por instancias del poder de todo tipo: familiar, educacional, empresarial, institucional, religiosa, política, gubernamental, en fin…
Pero es importante entender que no se eliminan los hechos solo porque se los declare irreales. Los hechos derivados de un estado de mentira o falsedad pueden convertirse en realidad al mantener la verdad oculta, soterrada, marginada. Son muchas las veces que lo que empezó como una mentira logra con las estrategias debidas convertirse en una innegable y aceptada realidad. La no verdad (mentira) se impone, a veces, por la clara inocencia de los receptores; en ocasiones, por una actitud de comodidad o pereza (aceptar cualquier verdad resulta más fácil que antagonizar y enfrentar la mentira); frecuentemente, por miedo a las repercusiones de oponerse a ella (como lo son la pérdida de un trabajo por no aceptar una supuesta verdad instituida); pero la más de las veces, por conveniencia personal o grupal.
La inflación del sí mismo (a base de contenidos internos y externos) aumenta la propensión a no percibir ni tomar en cuenta las reacciones del entorno sean o no verdaderas. En este caso el “yo” cree tener toda la verdad que necesita. Jung (1979) asevera que “…es vital anclar el yo en el mundo consciente y afianzar la conciencia por medio de una adaptación lo más precisa posible”. Cuando hay este tipo de situación (inflación del yo) la única verdad que prima en la vida del ser es la propia. El individuo termina creyendo que su verdad es la única sin investigar el fondo del contenido de verdad que hay en su discurso. El “yo” está subordinado al sí-mismo, respecto del cual se comporta como una parte con respecto al todo. Y así, es dueño de su libre albedrío. Cuenta con un sentimiento subjetivo de libertad y decide o no tomar sus decisiones “libremente” (aceptando como premisa que toda libertad tiene límites).
Mencionamos el término “sentimiento” porque el ser humano al no conocer la realidad absoluta, su accionar siempre será subjetivo. Lo absoluto se ha asociado histórica y religiosamente con lo divino. Pero en el plano humano no se conoce la verdad total y entonces tendríamos que reconocer que la ley de la relatividad física de Einstein (como citado por Lanza, 2016) la podríamos aplicar al mundo de la verdad cotidiana. En este ámbito, la verdad de uno, no necesariamente es la verdad del otro. Ni siquiera la verdad socialmente establecida, obligatoriamente, contiene la verdad. Muchas veces solo se trata de un juego de poderes legitimizado por leyes, reglas y normas. Son los grandes maestros y los místicos los que han tenido contacto con la verdad absoluta y, sin embargo, en la mayoría de los casos la magnitud de la experiencia metafísica dificulta la expresión del hecho con el lenguaje cotidiano.

Cada sujeto experimenta durante el quehacer de su vida esferas de realidad de tiempo y espacio, aparentemente, indiferenciadas de las de los demás. Sin embargo, el tiempo es un concepto del observador. Fundamental es reconocer que es la mente la que genera la construcción espacio–temporal. La mente está en todas partes y por eso usted puede ser consciente de todo lo que ve, oye y piensa. Aparentemente, no podemos comprender nada fuera de este sistema de pensamiento espacio-temporal. Todo es subjetivo: “Todo lo que parece ocupar espacio y permanece en el tiempo no tiene realidad absoluta, es solo una realidad aparente creada por nuestra mente (Lanza, R., 2016)”. Como pueden ver la verdad es de muy difícil acceso.

Pero ¿quién puede con certeza definir el concepto mente?; ¿quién puede explicarnos si nuestra mente es parte de la mente universal o si esa mente universal corresponde a la mente divina, Dios? Y así, poco a poco nos perdemos en el teclado de las palabras porque en verdad se nos dificulta en nuestro estado finito describir la verdad absoluta e infinita. Muchas veces el individuo actúa según su verdad, pero se trata de una verdad frívola no proveniente de la introspección sino la obtenida por ósmosis a lo largo de la vida, sin reflexión ni meditación, sin tomar en cuenta la intuición ni la verdad del otro ni la verdad socialmente establecida. Y así, se va tornando difícil el encontrar respuestas fiables a las preguntas planteadas.

El yo inflado cree saber quién es, pero no tiene pruebas de ello, por tanto es un discurso vacío. Conocerse a sí mismo es en extremo difícil ya que no parece haber prueba científica de quiénes, verdaderamente, somos. Tendríamos, entonces, que confiar en una visión empírica, lo cual para el tema que nos ocupa no nos luce lógico. La metafísica, la mística y el mito nos acercan a la verdad tan buscada. Pero al indagar nos encontramos con la delimitación cultural de cada época y lugar según lo muestra la historia. Sócrates en su Apología (Platón, 1970) nos habla del cuidado de sí y refiere que ese cuidado trata de una función útil para la ciudad, enseñarles a cuidarse, antes que a sus bienes materiales. Tanto en su caso como en los de Gregorio de Niza y Epicuro ese cuido se refiere al cuidado del alma, pero, además, incluye la política, la pedagogía y el conocimiento de uno mismo, tal como aparece en el “Alcibíades”. Platón señala, por su parte, que “El cuidado de sí implica desaprender”. Deshacerse de las malas costumbres, de las falsas opiniones que se pueden recibir del vulgo o de los malos maestros, pero también de los padres y del entorno (según citado por Foucault, 1998)”. Podemos valorar este consejo, en su justa medida, como una incitación implícita a la búsqueda de la verdad para poder hacer frente a la vida.

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