¿De quién es el prejuicio?

¿De quién es el prejuicio?

Uno de los eternos y prácticos principios ciceronianos nos enseña a preguntarnos, ante la duda por cierta clase de juicios: «quid prodest?», esto es, ¿a quién beneficia? Esa pregunta quiero hacer al hecho de defender el Medioevo, específicamente, defender el teocentrismo de la filosofía y la política medieval. Me temo, con mucho, que el problema del desmentimiento del manido oscurantismo es más una cuestión de apologética que de cualquier otro quehacer. ¿A quién beneficia? Pues a la misma Iglesia. No digo que esté mal defenderse, pero es menester que haya claridad sobre los fines en estas cuestiones para saber hasta dónde estamos siendo filósofos realmente y hasta dónde estamos ante un problema real.
Concedamos de momento que efectivamente el oscurantismo (la oposición a la instrucción, a la razón y al progreso) efectivamente fue parte principalísima del espíritu medieval. Tendremos que aceptar, en consecuencia, que ciertamente hubo un atraso ingente —de más de mil años— para la ciencia y la justicia. Pero aquí estaremos cayendo en un juicio ucrónico (un problema ahistórico), pues damos por supuesto que el espíritu de la ciencia positiva es algo tanto inherente como yuxtapuesto a la condición humana. Es decir, estamos suponiendo que la posición en que nos encontramos ahora es anterior a todo descubrimiento y experiencia, lo que se contradice con la evidencia histórica.
Vamos al otro lado, al del «atacante», y hagamos la misma pregunta: ¿Qué buscan salvar los que acusan al Medioevo de oscuro y anquilosado? ¿La razón acaso? ¿Exactamente qué saber le era «ocultado» a los hombres medievales? Históricamente podemos afirmar que el cansancio y la desconfianza renacentista por la Escolástica se debía al hartazgo del eterno volver sobre lo mismo, pero también, y no se puede omitir ese hecho, a que fue un tiempo de debilitamiento del poder temporal de la Iglesia, lo que le dio alas (al menos más de las que podrían haber tenido antes) a críticos como los reformadores protestantes para difundir sus ataques. ¿Qué escondía la Iglesia? La verdad acerca de las Escrituras, decían. Esto no es tan simple como se aprecia. Detrás de esta afirmación por todos conocida se esconde ni más ni menos que la negación del principio de la Auctoritas, tan socorrido e imprescindible a la Escolástica Medieval. La Autoridad, en este caso la Biblia y los Padres de la Iglesia, deja de tener sentido para los humanistas porque, a su juicio, el saber medieval se redujo a una confirmación circular de sus contenidos. He ahí el meollo del asunto: el método escolástico no admitía la pluralidad ni se prestaba a algo distinto que el mantenimiento del statu quo académico.
Los primeros interesados en desmontar el principio de autoridad fueron los mismos reformadores. A ellos en principio es a quienes beneficia la estereotipación del espíritu religioso medieval; así «su» versión del cristianismo alcanzaría legitimidad. La falta de espacio y tiempo me impide abundar en esto, pero hasta aquí tenemos que el problema del oscurantismo es, antes que nada, una disputa religiosa.
Si definimos el medioevo por el oscurantismo, tendremos que conceder que siempre seremos medievales, pues al ser una calificación dependiente no de asuntos contingentes como las condiciones económicas sino de orden ontológico, como el «deber ser» de la historia, siempre estaremos por debajo de semejante ideal. En efecto la imposibilidad de dominar y conocer todas las artes y las ciencias ya nos hace atrasados a la mayoría de los seres humanos.
Pongo un ejemplo de lo que quiero demostrar: De todos nosotros es sabido que el hombre medieval promedio desconocía la redondez de la tierra, no porque así se le enseñara o se lo dijera su sentido común, sino porque era un conocimiento que, de tenerlo, no lo usaría en su vida práctica. ¿Qué me dirían ustedes, estimados lectores, si les dijera que nuestro planeta NO gira alrededor del sol, como creemos? Pues bien, así es. Con algunos conocimientos de geometría y física se puede afirmar que la Tierra no gira alrededor del Sol sino de uno de los dos ejes de la elipse de su órbita, que coincide con el centro de masa relativo de los dos cuerpos (Tierra y Sol) y que, casualmente, está cerca del centro geométrico de la estrella. ¿Necesitamos ese conocimiento en la vida cotidiana? Ciertamente no todos. Sería un error culpar en el futuro a los actuales científicos de no haber obligado a la humanidad a saber esto, como también lo sería defender que no se enseñara, cuando fuere posible, esta aclaración a la idea popular sobre la traslación terrestre.
Se me viene a la mente, a propósito de lo que he expuesto, una cuestión que señala el filósofo español Gustavo Bueno, en el libro escrito a varias manos con otros pensadores (incluido el Papa anterior, Benedicto XVI), intitulado «Dios salve a la Razón», es que la única salvaguardia de la razón en el medioevo estuvo en el cristianismo, no en el mundo árabe ni en el judío. Así como suena.
Según el filósofo autodefinido como «ateo católico», los árabes solo se limitaron a copiar y salvar los textos de los filósofos griegos, pero de ninguna manera siguieron pensando con y como ellos. Esa tradición solo se mantuvo en el mundo cristiano. Solo a los cristianos se les ocurrió seguir pensando como Platón o como Aristóteles para conciliar su fe con su lugar en el mundo. Las otras dos culturas, la árabe y la judía, hicieron lo mismo en épocas más tardías y como réplica de lo que ya habían hecho los cristianos.
Tanto nos empapamos los occidentales de Aristóteles que, con mucho, nos resultó enormemente difícil librarnos de conceptos como sustancia o esencia (incluso hoy los manejamos en el lenguaje cotidiano). ¿Podrá ser, según lo que planteo, que la causa inquisitorial contra Galileo no se debió al problema del lugar de la Tierra en el sistema solar, sino a que tumbar el modelo cosmológico aristotélico era igual a tumbar su metafísica? Pensémoslo dos veces, porque si no hay metafísica aristotélica, no hay sustancias, y si no hay sustancias ¿cómo justificar los milagros como el de la «transubstanciación»? Ese era, casi sin temor a error, la grave consecuencia de las ideas de Galileo.
Gracias a la misma labor escolástica la Iglesia tenía perfectamente claro que cualquier texto bíblico tiene sentido literal, alegórico y anagógico, por lo que podían salvarlo de las contradicciones de la ciencia sin perder el valor teológico.
A Aristóteles le debemos la definición clásica de ciencia, i. e. «cognitio causarum», esa ciencia se siguió haciendo en el medioevo, porque sencillamente la ciencia era, y siempre fue, la Filosofía. Nunca llega a ser suficientemente objetivo afirmar que no hubo ciencia en el medioevo, pues las ciencias naturales, según la mentalidad antigua y medieval, solo constituyen una fracción de esta (el conocimiento de la causa agente). Detrás de este problema hay más malos entendidos que problemas reales. Aquí el verdadero problema filosófico, creo, no es desmentir el oscurantismo sino, simple y llanamente, salvar la racionalidad. (Tomado de la revista Cronopio)
* Juan Andrés Alzate Pelaéz es licenciado en filosofía y editor de www.revistacronopio.com

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