De Roma a Jimaní

De Roma a Jimaní

Recibí la primera llamada de madrugada, lo que no es extraño: como trabajo en Roma, a seis horas por delante de Santo Domingo, estoy acostumbrado a los timbrazos despertadores de mi teléfono. Pero casi nunca tan tarde: intuí correctamente que recibiría malas noticias. Luego supe que eran peores.

La naturaleza, que distribuye las lluvias con arbitrariedad tan nefasta como las relaciones socioeconómicas vigentes en nuestro país distribuyen el ingreso, o como los términos del intercambio internacional dosifican la riqueza, se estaba encarnizando sobre la zona fronteriza. Conozco bien las provincias del suroeste dominicano y, un poco menos, las del sureste haitiano, y sé que se trata de un desierto de lagos salados cincelado por rocas desnudas, donde el color verde sólo aparece en los sueños. La aridez, surgida de la tala indiscriminada de árboles a partir de la conquista y exacerbaba por factores topográficos y por la agricultura de subsistencia a la que se ven forzados sus desdichados lugareños, la convierte en el rincón yermo que el Poeta Nacional Pedro Mir retrató con palabras fulminantes: un espacio «sencillamente triste y oprimido, sinceramente agreste y despoblado».

Precisamente allí, donde el hambre seca reclama desagravios definitivos a cinco siglos de iniquidades sostenidas por la indolencia, la corrupción y la insensibilidad, las lluvias decidieron arrasar con la vida humana. Dos pensadores alemanes han hecho observaciones apropiadas para comenzar a comprender los alcances de esta devastación: el escritor Michael Ende opinó que el dolor de una madre no es menor que el de mil madres, y el estadista Willy Brandt dijo que el hambre es también la guerra. Los muertos de Jimaní, así hubiese sido apenas uno, son la prueba brutal de que la miseria sigue ganando espacios a la justicia y de que República Dominicana, a pesar de sus lujos, es todavía incapaz de proveer un derecho humano tan elemental como el de viviendas equipadas con tuberías de agua, de modo que sus habitantes no tengan que levantar chozas miserables a la vera de los ríos.

A la mañana siguiente me puse a disposición de mi jefe el embajador Pedro Padilla Tonos, ex Canciller de la República. Con la siempre efectiva colaboración de mi colega Margarita Cedeño (no la jurista y próxima Primera Dama sino la diplomática de carrera de igual nombre), procedí a interrumpir mis labores rutinarias en la batalla que libramos contra las crueldades de la pobreza y a favor del desarrollo sostenible, de la creación de capacidades nacionales, de la alimentación escolar, de la asistencia técnica y de la eficiencia en la ayuda humanitaria, para ocuparme en exclusiva de la catástrofe: aunque estaba a gran distancia de los hechos, explotaba al máximo mi ubicación en el centro de la acción internacionalista. No quise distraerme pensando en otros «colegas» del servicio exterior que cobran en dólares y gastan en pesos, algunos al ritmo delirante de un cuarto de millón al mes.

Recién había sido informado de que la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) aprobaba un nuevo proyecto de asistencia técnica con cargo al Programa Especial Regional para la Seguridad Alimentaria por un valor cercano a los 21 millones de pesos; sacando partido al prestigio de mi rango de Embajador Eterno y a la influencia que aporta mi reciente elección como Vicepresidente del Comité de los Programas de la FAO, me acerqué al Director General Jacques Diouf, viejo amigo de República Dominicana, para exponer la gravedad de lo acontecido en Jimaní. En estos dos años he venido creando lazos productivos tanto con él como con su Director General Adjunto David Harcharik y otros altos funcionarios, tales como los Sub-Directores Generales Ichiro Nomura, Hosny El-Lakany, Carleen Gardner, Louise Fresco, Henri Carsalade, Hartwick de Haen y John Monyo.

Esa misma mañana partí a la sede del Programa Mundial de Alimentos a entrevistarme de urgencia con su Director Ejecutivo James Morris, con quien también he logrado trabar estrechas relaciones a partir de mi ejercicio como Presidente del Grupo de Países de Latinoamérica y el Caribe durante el año pasado, así como durante los dos períodos en que ejercí la Vicepresidencia de esa asamblea. Mis encuentros con el Director Morris y su Directora Regional para Latinoamérica Zoraida Mesa se saldaron con un renovado impulso a acciones urgentes bajo el Programa de Respuesta Rápida.

Pedí un turno a Miguel Barreto, Presidente de la Junta Ejecutiva del PMA, para en coordinación con mi también amigo y colega haitiano Patrick Saint-Hilaire, pronunciar un discurso ante la plenaria del órgano rector de la agencia más grande de Naciones Unidas en término de presupuesto y de personal. Hice un llamado a la solidaridad que encontró amplios ecos, incluyendo un aparte con un aliado clave, el embajador estadounidense Tony Hall, quien me informó que la legación de su país en Santo Domingo ya estaba a disposición del gobierno dominicano para labores de socorro, encargando a su asistente personal Max Finberg dar estrecho seguimiento a la situación. Otro tanto hizo Jorge de la Caballería, representante de la Unión Europea, al igual que embajadores de una veintena de países.

Preocupado por la pronta movilización de recursos, hice contactos con los operativos políticos y técnicos del PMA, entre ellos Omar Bula y Antonio Plaza, quienes me tranquilizaron: los damnificados de Jimaní y del sudeste haitiano tendrían prioridad especial para la asignación de fondos de emergencia. Antonio, a quien me unen coincidencias diplomáticas en Japón y Chile, volaba a Panamá para desde su oficina allí continuar dando apoyo a las zonas afectadas, incluyendo visitar la isla. De este modo, el PMA se comprometía a proporcionar amplios recursos técnicos y materiales, promesa que se ha visto cumplida según he confirmado con los reportes recibidos del terreno.

El trabajo no termina, no sólo porque aun hay perjudicados de la furia de la naturaleza, sino porque ellos, y tantos otros, siguen estando excluidos del progreso, abofeteados por la opulencia y postergados por un orden social que sólo los toma en cuenta cuando una desgracia atroz interrumpe sus sufrimientos rutinarios.

Los sobrevivientes de las inundaciones que asolaron Jimaní se salvaron, por ahora, de morir en el horror de la miseria en la que siempre han vivido. Pero no han sobrevivido a la vida, que les niega todo como si fuese una enemiga sádica y feroz. Y habrá quien se pregunte, )hasta cuándo? Y habrá quien responda que ya Pedro Mir habló de un día que llegará «oculto en la esperanza, con su canasta llena de iras implacables y rostros contraídos y puños y puñales».

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