De Siglo de Oro y de poesía y pueblo

<p>De Siglo de Oro y de poesía y pueblo</p>

POR MANUEL MORA SERRANO
Poniendo fin de su parte, a la polémica sobre ‘el Siglo de Oro de la literatura dominicana’, Federico Jóvine Bermúdez en el artículo tercero de su intervención mezcla otro que había publicado antes  intitulado  ‘La poesía y el pueblo enemigos reconciliables’ y es posible que confunda a los lectores de Areíto  porque a veces no son necesariamente los mismos de la página de opinión de este periódico. Para ser coherentes y ejercer un poco de sindéresis en lo debatido, copiaré algunos de los párrafos claves  de los mismos para arribar a las conclusiones pertinentes.  Veamos lo que dije de lo primero:

“No creo que se discuta que la pasada centuria fue, sin duda alguna y cada día se confirma así, ‘el siglo de oro de la literatura dominicana’.

 Ahora bien ¿cuándo comenzó y se puede decir que concluyera?

 Estamos de acuerdo y no es objeto de discusión posible que “un siglo literario” no tiene exactamente cien años, como no los tuvo la famosa guerra europea. Su comienzo y  final tienen cierta elasticidad que no es cuantificable. Sencillamente ocurre una erupción de talentos en un lapso determinado, digamos de ciento veinte o ciento veinticinco años más o menos, durante los cuales emergen grandes nombres y se producen excelentes obras.

 Yo podría fichar el comienzo en un hecho paradigmático: el nacimiento de Pedro Henríquez Ureña, porque tanto la obra de Salomé, como la de los otros llamados Dioses Mayores de la poesía nuestra, José Joaquín Pérez y Gastón F. Deligne alcanzan su clímax luego de esta fecha.

 ¿Por qué sostengo que fue nuestro “siglo de oro”? Sucede que es evidente no sólo por aquello de “los grandes nombres” sino por fenómenos intangibles y maravillosos. Uno de ellos fue el respeto a los productores de bienes espirituales o estéticos por  la sociedad en pleno y otro, el de los propios escritores respecto a los que les precedieron..

La guerra de abril cambió muchas cosas. Entonces surgieron los parricidas. Pero realmente la ruptura llega con la generación malcriada de post-guerra que comenzó a cuestionar y a menospreciar lo que se había hecho, bajando a veces al denuesto parricida. Se construyó una rampa resbalosa creyendo que iban a inaugurar con el socialismo utópico y otros resabios epocales una nueva era, pero ocurrió lo que les había vaticinado Franklin Mieses Burgos cuando contempló sus desaires y sus poses de grandeza en “plena edad de pavo literaria” con aquella frase contundente: “Cuando vuelvan el rostro, verán que detrás de ellos hay monstruos.”

 Un siglo de Oro concluye, de acuerdo a lo que conocemos en la historia universal,  cuando surge una generación que reniega de su herencia nacional y se fija únicamente en las excelencias foráneas y sólo  a estas cita, creyendo que esa   notoriedad de eruditos les granjearía el respeto general, soslayando olímpicamente lo propio.

 Cuando lo importado supera la producción local, se cae en déficit. Es una máxima que se aplica a la economía política igual que a las artes y especialmente a la literatura.”

Y en cuanto a lo segundo,  he aquí también unos párrafos reveladores:

“¿Desde cuándo el poeta perdió  su sitial en la preferencia popular? Este sería un magnífico motivo para una encuesta abierta. Sin embargo, si bien el poeta ha caído de su pedestal de admiración pública, el hecho de que haya algunos de primera categoría como Pablo Neruda, Antonio Machado y Federico García Lorca, que aún la conservan, lo cierto es que la poesía y el gusto de la gente andan bien lejos una del otro.

 Entre nosotros el último poeta que llegó a las masas después de Fabio Fiallo, fue Héctor J. Díaz;  internacionalmente, José Ángel Buesa. Esa es la verdad.

 Sin embargo tenemos comprobado que al pueblo le gusta la poesía ¿entonces por qué ha ocurrido el divorcio?

Se me dirá que políticos carismáticos como Joaquín Balaguer y José Francisco Peña Gómez escribieron poemas rimados, sin palabras raras y Peña, que tuvo tantas y apasionadas simpatías populares, grabó algunos de sus versos y sin embargo, “no pegaron”.

De los otros poetas cultos y que no riman con regularidad, sólo uno, Pedro Mir con su ‘Hay un país en el mundo’, logró cierto ranking de popularidad entre los jóvenes revolucionarios y en ciertos estratos medios de cultura.

¿Qué es lo que realmente ha sucedido? Cuando Fabio Fiallo y los modernistas tuvieron la batuta, sus poemas eran recitados tanto en las salas de los ricos como en las de los pobres. Desde que advino el postumismo, es decir, la vanguardia iconoclasta, cuya divisa final fue la de Juan Ramón Jiménez,  “con la minoría siempre”, al extremo de que la Colina Sacra de Santiago se llamó Minorista y la revista de Mario Concepción que sustituyó a la de Los Nuevos y que alargó su existencia como grupo en los años cuarenta,   llevó por nombre Minoría, indica que la poesía había pasado de las manos del pueblo a las de una especie de secta secreta.

No por novedad solamente, sino por algo más que eso, el pueblo llano, aunque siguió admirando y reverenciado a los poetas, fue viéndolos cada vez más lejos hasta que se le han perdido en una niebla tan espesa que sólo alcanzan a regocijarse cuando les caen gotas de poesía en canciones, en novelas o en narraciones cortas.

Al pueblo sí le gusta la poesía, lo que no le gusta es la pose del poeta moderno y su tono de decirle los versos; por eso cuando oye a buen declamador que le dice cosas que le interesan, sean sobre el amor o sobre sus sentimientos más profundos, escucha con reverencia y se queda con algo adentro, algo hermoso y pleno que lo iluminará siempre.

Para que concluya el divorcio actual entre gente común y verso, si el poeta que cada vez usa menos la palabra pueblo,  quiere que el agua de la poesía vuelva a ser potable para éste, debe cargarla de miel, pero veo lejana la reconciliación porque  es difícil que los aedas bajen de sus pedestales de minoristas a recoger en sus ropas níveas ‘el mal olor del sudor del hombre que trabaja’, que de acuerdo con un pensamiento del padre de quien redacta, “es el perfume del honor”.

 Lo que hemos copiado es en síntesis lo que ha originado el desbordamiento eufórico de Federico. No he ofendido a Pedro Mir, pero sí olvidé a Compadre Mon de Manuel del Cabral y Federico debió recordármelo, como me equivoqué cuando le contesté a él citando la revista macorisana, cuyo nombre  es Mireya y no Minerva.

En mi anterior respuesta, igual que Federico  me fui por los ramos. Ahora, como abogado veterano, centro el debate haciendo un resumen de lo que dio lugar a la aparente polémica y arribo a conclusiones para que  los lectores sean el jurado.

 Debiendo aclarar que consignar hechos no es involucrarse. Pertenezco a las minorías también y admiro tanto al Postumismo como a la Poesía Sorprendida y en su momento participé respaldando al Pluralismo, como respaldo a Cayo Claudio Espinal con su contextualismo que me parece una vanguardia extraordinaria, y a Bruno Rosario Candelier con su interiorismo, pero amor no quita conocimiento, como dice el pueblo y eso no me pone una venda ante los ojos para no ver que la bachata sustituye en la afición popular a los boleros y las canciones porque se dirige directamente a una generación materialista. Tampoco soy indiferente a la prostitución del merengue. Pero son fenómenos epocales y nada podemos hacer para evitarlo. Admitir la realidad no significa estar de acuerdo con ella.

 Hoy embobamos al pueblo con letras cursis y de doble sentido sensual  porque no hubo en el momento oportuno un rescate del poemario nuestro.

 Cuando Joan Manuel Serrat cantó los versos de Miguel Hernández y Antonio Machado tuvimos la esperanza de que hubiera aparecido una hermosa epidemia lìrica. De hecho algunos de los 20 poemas de Neruda se musicalizaron y se repitieron. No ha sucedido lo mismo con otros poetas ni con las canciones de Lorca que canta María Belén.

Entre nosotros salvo el Pequeño Nocturno de Osvaldo Bazil,  La Gaviota de Juan Bosch, Lucía de Joaquín Balaguer, dos o tres de René del Risco y Bermúdez y algunas cosas de  Héctor J. Dìaz, todas relacionadas con el amor han tenido aceptación popular, pero cuando Enrique de Marchena puso música a poemas de Franklin Mieses Burgos los cantantes criollos no se preocuparon por cantarlos.

 La más honrosa excepción, aunque los fragmentos no fueran quizás los más idóneos, fue lo de Sonia Silvestre cantando los poetas de la patria. La golondrina no hizo el verano lamentablemente.

Entre nosotros ha habido un gran desdén por los poetas que han hecho versos para ser leídos ante cierto público. Pienso en los poemas religiosos que nuestros sacerdotes, hasta algunos que creíamos cultos,  parecen desconocer y por eso no lo han mezclado en los cultos ni siquiera en sus aniversarios y me refiero a los de Freddy Gatón Arce o  los del más prolífico autor de esas temáticas, Máximo Avilés Blonda, a pesar de su amistad con algunos y su profunda religiosidad personal.

Sin dudas, falta mucho para elevar el gusto popular. Es muy difícil  producir una obra trascendental en una era fáustica como la que padecemos, donde el músculo reina y domina y produce fortunas que sólo algunos contados artistas y escritores han logrado alcanzar en la historia de la humanidad.

Quizás los culpables del divorcio seamos nosotros mismos. Hace mucho tiempo que escribí que por elitismo habíamos perdido la oportunidad de comunicarnos con el pueblo a través de la radio y la televisión y habíamos dejado que autores sin calidad literaria se hubieran adueñado de los nuevos medios, cuando los escritores habíamos sido los primeros en beneficiarnos de los descubrimientos como pasó con la imprenta y luego con las novelas de folletín. Eso pasa hoy con el Internet, salvo honrosas excepciones.

Me parece oportuno señalar algunas cosas que a propósito de Domingo Moreno Jimenes conversaba con Aura Celeste Fernández en su programa ‘En Plural’ a principios de año. No podemos ni debemos confundir a un poeta verdadero con cualquier otro intelectual. Un Pedro Henríquez Ureña, un Antonio Fernández Spencer y ahora un Diógenes Céspedes, flamante premio nacional y como ellos muchos más, han tenido oportunidades que la mayoría de algunos distinguidos miembros de ese Siglo de Oro no tuvieron. Ellos y los demás crìticos y filólogos deben ser eruditos, pero Moreno y Mieses Burgos apenas fueron hasta Puerto Rico y quizás no leyeron todos los libros clásicos o modernos, pero eso no es lo importante, sino lo que  aportaron a los lectores, especialmente a esos críticos y filólogos. Las magníficas páginas que dejaron escritas.

A Moreno le acusaron de tener un “lenguaje menesteroso” y de muchas otras imperfecciones, pero bien visto, lo suyo no es más que sencillez expresiva (aunque realmente no es tan simple como se pudiera pensar) y lo que parece imperfecto es lo que tiene de moderno al romper con la canonicidad del poema como vanguardista de verdad. De Franklin decían que era cultista al utilizar los mitos griegos cuando ya el modernismo había saqueado esos panteones culturales, pero lo que vale en él es su don musical y su dominio del instrumento verbal en las hermosas cosas que escribió.

Los eruditos y los enciclopedistas son algo respetable. Claro está. Pero un gran poeta es otra cosa. A Neruda en Chile lo acusaban de ignorante frente a Huidobro; a Whitman frente a Poe en Estados Unidos. No todo el mundo puede ser un Borges.

Y éste dijo que los iluminados  como Sócrates, Buda y Jesús  no fueron grandes lectores sino oradores y ni siquiera escribieron. Y sin embargo lo que de ellos han recogido sus discípulos han normado conductas y transformado civilizaciones enteras.

 En conclusión: En un tiempo en el que pensar, solo pensar, parece estúpido a la mayoría; y en el cual  un poeta es mirado con desdén y menosprecio por considerarlo un loco que pierde su tiempo escribiendo cosas que nadie lee y que a muy pocos les importa, es  difícil alcanzar la excelencia.

Además, la excelencia en el arte tiene poco que ver con la erudición. Usted puede leer todos los libros y escribir sobre ellos, pero eso no hará que alcance mayor lucidez poética. Eso de que el poeta nace no me lo inventé yo. Ni lo de las musas o el inconsciente. Ni la coincidencia de que los momentos de más esplendor de ese siglo de oro fuera en momentos de mordaza: Cuando Lilís, la invasión yanqui y la Era de  Trujillo. Y contemporáneamente en la guerra de abril y durante los terribles doce años que parecen olvidados ahora.

De que hoy en día hay un divorcio entre poeta y pueblo, es algo que no se puede discutir. Se puede alegar lo que se quiera, pero me había referido a que el siglo de oro nuestro fue el pasado. Se trata de un hecho irrebatible. Quizás el de ahora sea de diamante o platino. Pónganle el narigón al buey y digan lo que quieran. No polemizo más sobre esos puntos. Bastantes palabras se gastaron distrayendo la atención de los lectores.

 Ha llegado la hora de volver a las páginas en blanco para escribir sobre ellas sin énfasis, sin barroquismos y con sindérisis. Y se lo digo a Federico con el mayor respeto para él y  los que como él piensen, a cambio  de  respeto para mí y para los que como yo pensamos. Con el mismo cariño siempre.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas