JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Fue en Puerto Rico, en casa de Maricarmen -querida hija política- donde atiné a ver sobre una mesa un extraño librito de madera sólida, con una sola página interior. Se titula «El secreto del éxito». Naturalmente lo abrí y la solitaria página interna apenas tenía una palabra: «Trabajo». Y es que el trabajo es la clave del éxito. No hay que hablar más.
No se requieren fórmulas mágicas ni ideologías salvadoras, aunque resulten imprescindibles la imaginación, la percepción y la valentía para enfrentar cualquier acción, cualquier actividad demandante de esfuerzo.
Todo lo que no sea ocio concesivo y autocompasión asentada, requiere trabajo, pena, fatiga, afán, faena. Eso que las brujas de Macbeth chillaban regocijadamente como «toil and trouble».
Lo otro es fantasía.
Es engaño.
Es trampa.
Las ideologías son tramposas.
Un ilustre ensayista barcelonés, nacido en 1924, Gonzalo Fernández de la Mora, autor de «Ortega y el 98» publicó «El Crepúsculo de las Ideologías» (Madrid, 1965), obra de la cual me permitiré citar un párrafo especialmente importante, a fin de borrar cualquier resquicio de duda en torno a trabajo, esfuerzo cívico y beneficios económicos generales.
«El desarrollo económico dignifica al hombre y, entre innumerables efectos secundarios, concentra la atención utilitaria de las masas en el trabajo productivo, despegándolas de la batalla política. Simultáneamente aumenta la cifra de propietarios y el grado social de responsabilidad y estabilidad.
Aburguesa a los proletariados y a las aristocracias, es decir, homogeneiza las clases y, consecuentemente, sus intereses, con lo cual se solidarizan los grupos, se aproximan los programas y se supera la polaridad de las reivindicaciones. Todo ello apresura la agonía de las ideologías.
Además, la elevación del nivel medio de vida coincide en todas las latitudes con una disminución del analfabetismo, un incremento de la escolaridad, una intelectualización de las actividades y una elevación general en la capacidad media de raciocinio» (págs. 141-142).
Naturalmente, toda «política» exige una «ideología».
Pero ¿basta?
Nuestros grandes partidos políticos están -lamentablemente- continuando en la práctica fácil de la dádiva ocasional y la promesa de bienestares volanderos. Aéreos. Algunos imposibles de realizar.
Sigo soñando con que mi país se aleje de la política, que deje de cifrar sus esperanzas de mejoría en disposiciones estatales destinadas no a mejorar y corresponder con justicia a los esfuerzos de los buenos ciudadanos, sino a obtener importantes ingresos mensuales: «porque yo me fajé en la campaña presidencial».
Es decir.
Sueño, anhelo, aspiro fervientemente que la política dominicana deje de ser el más formidable negocio de todos.
Quiero que los mandatarios sean prudentes y cautos ADMINISTRADORES del bien público.
No caprichosos dueños de lo que no es suyo.
El Doctor Balaguer, en una las escasas ocasiones en que -como humano- se le escapaban conceptos fundamentales alejados de requerimientos de la tradición política, dijo algo así como que «este no es un país pobre sino mal administrado».
Yo lo creo así.
Con sus realidades, en la República Dominicana no debería existir miseria extrema.