Lo confieso. Sintiéndome agarrado entre las muelas de la mentira, me preocupa y me moja de recelos y aprensiones el sonido de la palabra «transparencia». Transparencia en cualquier manejo, negocio, arreglo o acuerdo.
Un viejo proverbio castizo nos enseña: «Dime de lo que alardeas y te diré de lo que careces». En mis años mozos me había alertado mi padre acerca de cuánto había que desconfiar de esos personajes de bigote imponente y rostro solemne. También de aquellos que se la pasaban proclamando su honestidad, su patriotismo y su valentía. El había puesto a prueba a cierto número de estos denodados proclamadores de virtudes. En cierta ocasión, antes de la primera intervención ocupatoria norteamericana (hay que aclarar), personajes de prestancia como «hombres de pelo en pecho», «come balas», afirmaban categóricamente que si los yankees se atrevían a invadirnos, aquí se encontrarían de frente con ellos, defensores de la Patria de Duarte, que se inmolarían descargando sus revólveres sobre quienes venían a pisotear la Sagrada República en cuya bandera dominaba la cruz blanca del Divino, que obligaba a derramar la propia sangre en recuerdo de tantos sacrificios pasados por los patriotas. «¡Caeremos dignamente en un charco de sangre para defender la soberanía!».
Los yankees sólo esperaban órdenes de desembarco desde sus naves de guerra. El contralmirante William Banks Caperton, comandante del poderoso «Praire», navío imponente que ya tenía una historia en el país, desde octubre de 1912, cuando, con la presencia de formidables cañones y una fuerza de setecientos cincuenta «marines», forzó al Presidente Eladio Victoria a aceptar lo que le indicasen los «comisionados» norteamericanos, ahora, repito, en 1916, iban más lejos. Al injustamente reverenciado Desiderio Arias, (alabado hasta en un merengue que me enfurece) se le canta un valor y patriotismo. A quién, en verdad, le hizo grandes males al país a lo cual se añadió su sumisión a un ultimátum norteamericano de abandonar la Fortaleza Ozama, bajo su control, a las seis de la mañana, dos días después del aviso. Desiderio tenía una gran fuerza de experimentados guerrilleros, hombres de armas y hasta prisioneros fuertemente armados, dispuestos a todo. Pero antes de que venciera el plazo, la noche del 14 de mayo del 16, abandonó silenciosamente la vieja ciudad, llevándose sus tropas, armamento y parque.
Saberse retirar puede ser una estrategia positiva, pero en ese caso no lo fue, como demostraron sus acciones posteriores, marcadas por una trayectoria de oportunismo o ventajismo político.
El caso es que mi padre, travieso, aguardó que una noche de 1917 o 18, ya instalados los norteamericanos, un grupo de los antiguos «come balas» estaba reunido en la cercanía de la Iglesia de Reina (a lo mejor haciendo cuentos), cerca de la imprenta. Eran aquellos que más vigorosamente declaraban que no aceptarían «jamás», a menos que fuese sobre sus cadáveres, la oprobiosa presencia yankee en nuestro sueldo. Tomó varias pesadas tuercas y tornillos del equipo mecánico de su imprenta y los lanzó sobre los techos de zinc que existían en el Callejón de Regina, frente a su taller.
Se formó una corredera. Los héroes salieron despavoridos. Papá les preguntó socarronamente de qué huían.
-Son los yankees…están tirando -dijo uno- ¡y con los yankees no se juega!
-¿Y tú no decías que «jamás, sino en un charco de sangre» aceptarías la ocupación yankee…hijo de la gran puta?
El tipo desapareció sin que le menguara el terror.
Hemos tenido muchos héroes. Todos de pocas palabras y muchos hechos dignos de la mayor reverencia. Hemos tenido equivocados de un tiempo que, comprendiendo su error, han dado su vida por la dignidad y el decoro.
Pero hemos conocido muchos sinvergüenzas de rostro serio y palabras contundentes, que no valen nada: «Manos limpias», «Primero la gente», «Un gobierno para los pobres» y tantos otros.
Me resistí a doblegarme ante una duda sistemática, aunque recordara que Shakespeare, en «Troilo y Cresida» aconsejase que la duda prudente es reputada como la antorcha del sabio.
Desde hace algún tiempo los dominicanos hemos sido flabelados por obscuridades y absurdidades arteras, calificadas como «transparencia» por sus opolentos creadores y manejadores.
Todo es opaco, como un vidrio ennegrecido de humo denso.
Ya la palabra «transparencia» me da náuseas.
Ojalá ningún nuevo gobierno la utilice. Y comprenda que podemos lidiar con la verdad, aunque sea amarga.
Pero no más con los engaños.