¿Debe ser? ¡Debe ser!

¿Debe ser? ¡Debe ser!

Fue en los aires de la gran Revolución Francesa que se elevó, como un luminoso astro esperanzador, la ondeante bandera de la “Liberté, égalité, fraternité”.

Desde lejos existían remotas ilusiones en cuanto a una saludable libertad, y una posible igualdad y fraternidad entre los humanos. La bella idea todavía vivía en Charles Fourier (1772-1837), quien describió minuciosamente su idea de la agrupación humana en los falansterios, cómodos y espaciosos, donde habría de relucir el bienestar y la justicia, la organización social, el alma libre de imperativos categóricos… en fin… ideas hacia el bien común, libre de pasiones, cuyos jefes van desde el “enarca” al “onminarca” o emperador universal, categoría y rango que solo poseían una jerarquía honorífica. (Charles Pellarin, “Fourier, sa vie et sa theorie”, París, 1843).

Dolorosamente, con mayor facilidad se impone el mal que el bien.

La crueldad que la bondad.

Cristo mismo, con su voluntaria aceptación de los horrendos dolores que sufrió como hombre al enfrentar crueles torturas y una muerte destinada a despreciables delincuentes u opositores a doctrinas de paz y amor, no pudo lograr el cambio deseado.

Cada humano es una creación diferente. Tiene una trayectoria diferente con resultados diferentes.

Beethoven escribió un epígrafe en su cuarteto en fa, que dice:

“Muss es Sein?” (¿Debe ser?) Y a renglón seguido responde: “Es muss sein!” (¡Debe ser!)

Eso lo dice aquel hombre que cierra su Novena Sinfonía con una oda a la hermandad de los humanos.

Me he preguntado, muchas veces, por el triste destino de los haitianos, desde sus orígenes cuando en África eran apresados y encadenados por sus vecinos de tribu y vendidos como animales a los comerciantes esclavistas, sin que les importase cuántos morían de hambre y sed durante aquellos trayectos inmensos, tras los cuales, aherrojados, hambrientos, sedientos y extenuados, venían al Nuevo Mundo a recibir tratos inhumanos.

¿No tendrán ellos y sus descendientes la impronta de una crueldad feroz, implacable, como una fuerza natural inevitable?

Cuando se independizaron, vinieron los reyes nacidos en Haití, los emperadores, las costumbres –caricaturizadas– de las cortes parisinas de los Luises –dolorosamente risibles para Haití– y todo esto continúa con gobernantes haitianos ineptos o malvados que mantienen un terror “vudú” para insistir en el atraso y el abuso.

Y Haití, la llamada “joya del imperio francés”, cuando ya no produce para ser ‘joya’, es abandonada como un pedazo de basura en una esquina del Caribe y ni siquiera imitan un poco a los vecinos dominicanos que los ayudan en sus tragedias. Mi familia, entre muchas, enviaron la mayor ayuda que podían tras el reciente terremoto haitiano y las mujeres embarazadas allí reciben tratamiento humanitario en hospitales dominicanos fronterizos.

Podemos decir, con honor, que nos duele Haití. Que nos apena Haití.

Que nos duele, de verdad, que esta isla Española tenga una población en miseria tan extrema y con tan malévolos dirigentes –digamos “líderes haitianos”– que sobrepasan las miserias, escaseces, las faltas de disciplina cívica, la justicia tambaleante y falta de castigo al gran delito que sufrimos nosotros, los dominicanos.

Creo que los hijos de haitianos nacidos y criados aquí deben ser declarados dominicanos.

Más vale que construyamos una formidable clínica de maternidad en Haití para que sus bebés nazcan sin problemas legales.

De este modo ayudamos, pero haciendo respetar nuestras leyes y protegiendo nuestra dignidad como nación soberana.

Parafraseando a Beethoven, digo:

¿Debe ser? ¡Debe ser!

 

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