Debemos acortar el período de transición

Debemos acortar el período de transición

La palabra transición, según el diccionario de la Real Academia Española, significa un corto período de tiempo, cosa que no sucede, cuando transcurren noventa y dos días del 16 de mayo al 16 de agosto. Para un período de cambio de mandos, este lapso de tiempo es sumamente extenso y se presta para ejecutar todas las «diabluras» que se le ocurren al partido político perdidoso.

Como se está en juego introducirle nuevos cambios a nuestra Constitución, sería conveniente que nuestros legisladores tomaran en consideración disminuir este lapso por uno más corto y razonable. En este tiempo, el gobierno saliente debería abstenerse de introducir leyes conflictivas, o cualquiera otra que no sea consensuada con el equipo de transición del gobierno entrante. Así se evitarían las suspicacias que levantan, tanto proyectos de leyes sometidos a las Cámaras Legislativas, como decretos, reglamentos, nombramientos, pensiones o cualquier acto de disposición que pueda considerarse una traba para entorpecer a las nuevas autoridades.

Se necesita sentir un amor patriótico para, después de perder unas elecciones que se creían se podían ganar, no elucubrar ardides que puedan revertirse, luego de la toma de posesión, contra aquellos ingenuos que no han podido asimilar un principio tan elemental, como «lo que se pone se quita». Una ley, decreto o disposición ulterior, revoca o deroga un anterior, todo dentro del marco constitucional.

Creemos de igual modo, que el porcentaje de 50 por ciento más un voto, es sumamente elevado, cuando se debe tener en cuenta que existen unos veintitrés partidos políticos reconocidos por la Junta Central Electoral (JCE) y aunque, hasta ahora sólo tres han tenido la posibilidad de gobernar, esa cantidad resulta excesiva. A nuestro entender, la fórmula original que se presentó de un 40 por ciento más un voto, es más democrática y menos traumática a la hora de decidir quien debe ser el presidente.

En los equipos de transición que se nombren, no debe primar la obligación de inclusión de los partidos aliados sino, técnicos altamente calificados en las principales ramas de la dirección de la administración pública. Elegir sólo a políticos porque sean líderes en sus parcelas o dirigentes de partidos aliados, es un error garrafal que le pudiera salir muy caro a los que asumen el poder, ya que no contarían con un aval imparcial y técnico de las necesidades reales de los ciudadanos que le favorecieron con sus votos.

En esto hay que tener sumo cuidado. Cuando un ciudadano vota por un partido político, generalmente el de su simpatía, no piensa en que los aliados del mismo, puedan posteriormente demandar una participación conjunta de cargos en el gobierno para sus afiliados. Algunos, en la mayoría de los casos, con aportes insignificantes de votos para lograr esa victoria. Es más, podemos afirmar, que muchos votantes, de saber que ciertos elementos indeseables pertenecientes a esos aliados, verdaderos trepadores que utilizan los pactos para mantener su vigencia, no hubiesen votado por su partido.

Una transición razonable, de no haber una segunda vuelta, debería realizarse en unos cuarenta y cinco días. El partido que viene al poder sabe lo que debe hacer, y el que perdió, por las encuestas ya estaba sobre aviso para haber tomado las ejecutorias pertinentes a su eminente salida. Las trapacerías que se ejecutan y a las cuales se les quiere dar visos de legalidad, son artimañas baratas fácilmente desmontables por los nuevos dirigentes, quedando en ridículo los promotores.

En consecuencia, la transición solo debiera limitarse a dar seguimiento a ejecutorias que fueron iniciadas antes de las elecciones, pero para una mejor determinación de esta proposición la Constitución es la que debe dar la pauta.

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