La sociedad mundial tenía muchos años que no estaba enmarañada, como lo está ahora, en un ambiente guerrerista, con una industria de armamentos que debe estar produciendo al cien por ciento; con un desprecio cuasi absoluto por las normas internacionales que rigen la convivencia y con una indiferencia sin precedentes de los organismos internacionales.
Las potencias mundiales, todas, solo están detrás de sus intereses. Unas, con sus palabras groseras y altisonantes; y otras, con un silencio egoísta solo interesado en el destrozo de los otros. Ninguna se interesa por la paz, ninguna cultiva la diplomacia positiva y útil que crea caminos para que las armas silencien su ruido mortal.
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En el pasado, la Organización de las Naciones Unidas era la tribuna mundial para los agredidos y los agresores hacerse escuchar, interesados ambos en la mediación. Porque las guerras nos avergonzaban, las víctimas no solo herían nuestras pupilas, sino nuestros sentimientos humanos. El mundo sentía que no andaba por buen camino, que la lucha feroz entre naciones era una senda incorrecta y degradante. Ahora no, ahora escuchamos con cinismo las palabras de los líderes de las Naciones Unidas. Porque se quiere seguir con el método de las guerras.
Pero no podemos seguir este camino. Tenemos que decirlo, repetirlo y lanzar gritos de angustia y dolor para reclamar que no podemos seguir por este camino.
El Papa, conmovido en su espiritualidad, acaba de llamar la atención sobre la práctica de utilizar los alimentos como arma de guerra. Nada más impúdico, nada más deleznable. Esta es una lógica maldita.
Los ciudadanos del mundo necesitan levantarse ya contra el ambiente guerrerista en que nos tienen envueltos, y desafiar, donde sea necesario, la lógica perversa que quiere justificar esta destrucción material y espiritual.