El Estado debe actuar por medio de personas revestidas de autoridad
Siendo el primer artículo después de mi designación transitoria en la Lotería Nacional, consideré conveniente hacer referencia a pensamientos que he reiterado en muchas ocasiones.
Que forman parte de los principios con los que me he identificado y en cierto modo comprometido. Me refiero a los deberes de aquellos en los que de diferentes formas se depositan responsabilidades en los organismos que componen el Estado.
El Estado tiene ciertos deberes frente a la colectividad. Pero se expresa y debe actuar por medio de personas revestidas de autoridad. Comprometidos, independientemente de la política, con relación a deberes concretos.
Ya he hecho referencia a una corta y sencilla frase de León XIII que expresa: “El mandato ha de ejecutarse en provecho de los ciudadanos, porque la única razón del poder de quien lo ejerce, es la tutela del bienestar público”.
Que se asemeja mucho, o hace recordar la enseñanza del Señor: “Que aquel que gobierna se comporte como quien sirve”. Ahí se resume, a mi criterio, todo lo que hay de moral del poder.
Los depositarios de la autoridad, tanto los que son elegidos por la voluntad popular como los que son designados en los diferentes poderes del Estado, no dejan de ser funcionarios al servicio del bien común.
Y la autoridad para la que han sido investidos, debe ser una especie de ministerio, un servicio y no un privilegio.
La autoridad política en cualquier función pública, debe estar al servicio del bien común y no de intereses particulares. Usar la función pública en provecho mismo, en beneficio de particulares o en detrimento de la comunicad, constituye una desviación del concepto de la autoridad. Por eso, cualquiera que ejerza un cargo público tiene el grave deber, el necesario deber de cumplir con su cometido. Y correr todos los riesgos que ello implique.
Si el ciudadano debe ser capaz de superar el plano pasional y elevarse al racional, con mucho más razón, el que manda o dirige debe ser capaz de dominar sus impresiones momentáneas, sus prejuicios personales o sociales y aspirar a una justa apreciación de las cosas y de los seres humanos.
En teología se considera que la prudencia es la virtud de elegir juiciosamente, según la razón y la fe. Y es por excelencia la virtud del gobierno de sí mismo y de los demás. Porque el motor de un ejercicio concebido con sentido cristiano del poder, exige tanta virtud, que se reduce a un gran amor por los demás seres humanos.
Todo eso se inscribe, desde luego, en el cuadro de los poderes atribuidos a los depositarios de la autoridad por la costumbre o la constitución. De conformidad con las exigencias del derecho natural y de la moral sobre el papel del Estado y sus límites.
Los depositarios de poder en toda su magnitud, deben ejecutar todo aquello que ha sido concebido para el bienestar común. Y deben ejercer su actividad con firmeza, con independencia y con sentido de superación. Solo así podrán ser considerados por la sociedad como verdaderos depositarios de la autoridad.