Decadencia de Roma

Decadencia de Roma

Cinco siglos atrás escribía el padre Alfonso de Castrillo que las virtudes del primitivo pueblo romano dieron lugar al surgimiento del imperio. Atribuyó al esfuerzo de ese pueblo y a lo que llamó su ambición, el fortalecimiento del pueblo y el engrandecimiento del país.

El padre Castrillo dijo por aquellos días que la decadencia moral propició la ruina de aquella potencia que dominó el mundo conocido antes y después de Cristo.

No fue este sacerdote el único que analizó el auge y crecimiento de los lacios y la caída del imperio que propulsaron e hicieron famoso.

Un escritor latino, que vivió en la primera centuria del imperio tras el sacrificio de Jesucristo, destacaba en sus biografías la pesarosa presencia del mal en muchos prohombres.

Al retratar a varios de aquellos emperadores puso de manifiesto la grandeza de unos y la bajeza de otros.

De Vitelio, por ejemplo, señala que, acorralado por la opinión pública, recurrió al dinero para sostenerse en el poder.

Repartió recursos, prometió honores, licenció a veteranos guerreros con generosas prebendas.

Recurrió en pocas palabras, a lo indecible, restándole capacidad a la pujante Roma para trazar renovados programas de crecimiento y consolidación del imperio.

A lo largo de los siglos que transcurrieron desde Julio César hasta la partición del imperio, con escasas excepciones, el poder pasaba de manos en función del dinero.

Recuérdase el caso de Otón que, aunque de familia noble, perseguido por acreedores, logró conseguir un dinero que lo jugó al poder comprando voluntades.

La decadencia moral era ya tan grave que la inversión que hacía, lejos de generar repulsión, atrajo voluntades y recursos, hasta que Otón, cuya figura no lucía llamada a entronizarse, gobernó Roma.

¿Qué caracteriza la decadencia política de las naciones?

La similitud entre lo acontecido en la antigua Roma y lo ocurrido en Cuba podría ponderarse en un examen más detenido y profundo.

Porque la codicia de cuantos detentan el poder como guías de naciones, impulsa acontecimientos como los narrados.

 ¿Acaso no hemos examinado el caso del imperio en cuyas tierras no se ponía el Sol?

Característico fue el afán por el oro. Lope de Vega Portocarrero, designado Presidente de la Real Audiencia de Santo Domingo y Capitán y Gobernador General de La Española, escribe al rey.

No ha transcurrido el primer siglo de conquista y dominio, y España todavía llama Tierra Firme al nuevo mundo.

Ajeno a esas minucias de la gloria, en 1583 le escribe al rey señalándole que entiende que no fue designado en el cargo para vivir pobre en el resto de sus días.

Y como la isla, señala, es en extremo paupérrima, le pide el favor de dotarlo adecuadamente. Los recursos, sugiere, podría recibirlos de los distritos de Caracas o Cumaná, adscritos a la Real Audiencia de Santo Domingo.

Como vemos, lo del barril no es asunto de estos tiempos.

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