Del auténtico filosofar

Del auténtico filosofar

POR LEÓN DAVID
¿Cómo no hacer públicas mis sospechas?… Temo que el común de la gente adopta ante los fervores especulativos del filósofo posturas que oscilan entre la mofa declarada y la benevolencia desdeñosa. No podría asegurar que el lector (a quien la curiosidad, el tedio o el azar han consentido que incline su mirada sobre estas antojadizas reflexiones) pertenezca también al nutrido elenco de los que esbozan un irreprimible mohín de impaciencia cuando el tema filosófico aflora a la superficie de la conversación.

Por mera comodidad –ya que no apuntalado en fundada certidumbre- y en vista de que así conviene a los propósitos dialécticos que me animan, me daré por satisfecho suponiendo que la pupila que sobre estos renglones se solaza aun cuando no muestre especial predilección por los ceñudos menesteres del pensamiento, tampoco milita en las atiborradas trincheras de cuantos, con inflexible acritud, hacen ludibrio de la filosofía.

Empecemos –la sensatez así lo dictamina- por aceptar la realidad: ante los ojos del hombre de a pie aparece el filósofo como rara avis, como un excéntrico que emplea sus mejores momentos de ocio en dilucidar abstrusos problemas y en fraguar obstinada y pacientemente ideas tan descabelladas como superfluas. Si prestamos crédito a pareja opinión –cosa que no haré-, sería el filosofar árido ejercicio académico propio de un exiguo cenáculo de expertos que, tras largos años de estudio, ha logrado dominar las claves de un código sibilino de cuyo desciframiento resulta en principio excluido el humilde mortal. De asentir a semejante parecer, la cofradía filosófica –auténtica secta de iniciados- se complacería en tratar nociones tan especializadas y se interesaría por cuestiones de tan caliginoso tenor que ni sus mismos practicantes entre sí, con todo y ser menguado el número de cuantos a tan extraños rituales se consagran, serían capaces –tal es la creencia del vulgo si de apariencias no me pago- de ponerse de acuerdo.

Sea lo que fuere, el que se haya dejado convencer de que la filosofía es materia libresca, asunto que concierne a un histórico, a un añejo debate de escuelas, dogmas y teorías, no es reprensible porque reaccione con cierta resentida altivez frente a quienes dan la impresión de haber preterido por completo las faenas ciertamente prosaicas pero apremiantes que preocupan al grueso de los seres humanos, que fatigan al compacto pelotón de individuos cuya ineludible obligación consiste en sobrellevar como mejor puedan las nada sofisticadas embestidas de la existencia cotidiana.

Empero, ese estíptico filósofo criterio que sostiene el lego acerca de la conducta del–por más que acierte a hallar respaldo en los escritos pedantescos de algunos catedráticos universitarios que de otro modo no podrían justificar el sueldo que devengan- no hace justicia a la verdad. La filosofía, en efecto, cuando el pensador la asume en su raigal significado, por responsable modo, nada tiene que ver con decrépitas polémicas doctrinales o con absolutismo teóricos descabellados y sí mucho, en cambio, con la vida concreta de todos nosotros, con la del verdulero, la del ama de casa, la del taxista, la del estudiante y, por descontado, con la tuya también, perspicaz y desconfiado lector.

No es la filosofía, como la incuria postula y pontifica la ignorancia, el reino de la huera lucubración y de los fanatismos ideológicos. El proceder intelectual que confunde la profundidad con el fárrago y se vanagloria de su estéril hermetismo suele ser, antes que filosofía, charlatanería erudita o docta vanidad; es apenas el bagazo que resta cuando se le extrae al fruto la sustancia: un cadáver… y a los cadáveres es sana costumbre enterrarlos lo más pronto posible habida cuenta de su propensión a descomponerse y apestar.

Entonces –preguntará el lector no sin reticencia- ¿en qué consiste el verdadero razonamiento filosófico, el que no reposa entre los cirios de la funeraria ni ha sido despachado aún al cementerio?

Pues consiste, y no escatimaré ningún esfuerzo para demostrarlo, en algo harto sencillo: en el anhelo de imprimir a la vida humana un sentido; en el esfuerzo siempre inconcluso y siempre renovado por juntar los distintos fragmentos de nuestra experiencia en orden a obtener una visión global, coherente, consistente acerca de lo que somos y lo que en el mundo hacemos, acerca del tenor, índole y dignidad de la arriesgada aventura del humano existir.

Si fuera la filosofía una disciplina técnica más como la asiriología o la numismática, tendría el hombre de la calle cierta razón en desentenderse de sus problemas, métodos y oficiantes; pero no es así: quien filosofa no está evadiendo la realidad de todos los días, sino que, a despecho de las apariencias, en ella se sumerge plenamente. Porque –al menos desde Sócrates y Platón- labora el filósofo con eso que denominamos “valores humanos” y, por ende, no puede sustraerse su quehacer al desafío de elucidar el comportamiento del individuo ante sí mismo, ante la sociedad y ante el universo.

En los tiempos que corren nada luce tan impostergable como procurar dar respuesta –aun cuando peque de azarosa y provisional- a los conflictivos temas que se relacionan con nuestras metas últimas, con nuestras apetencias y gustos, con la dirección que de manera calculada o involuntaria, hipnótica o lúcida, estamos estampando a nuestros actos.

La civilización contemporánea, con su mecanización desenfrenada, sus abrumadoras tensiones y sus rutinas engorrosas, no concede al hombre el solaz indispensable para que, haciendo un alto en el trayecto, se interrogue en torno al norte hacia el que ha escogido encaminarse y a la conveniencia o insensatez de lo que siente, piensa, aborrece o ambiciona. Otrosí, de tal guisa ocurren en nuestra compleja sociedad las cosas, que cada cual, sin importar su condición, calidad o preferencias, se ve arrinconado en una mezquina parcela del vasto territorio de la experiencia humana; y desde ese restringido lugar en el que por múltiples razones -de las que aquí y ahora haré gracia al lector- estamos compelidos a observar el panorama, desde ese restringido lugar, insisto, nada fácil resulta echar un vistazo a la totalidad de la que formamos parte, totalidad a la que no procede hurtar el bulto si aspiramos a enseñorearnos de nuestro destino y no a correr, en compañía de las huestes ciegas que a nuestro lado tropezándose avanzan, la suerte aciaga del madero que arrastra la corriente.

De hecho, en cuanto puede conjeturarse, la filosofía no es otra cosa que pensamiento audaz; es la rebeldía de la razón frente a los desmanes del prejuicio y los descalabros de un muy poco transigente sentido común; es la victoria del perspicuo intelecto sobre las presuntuosas certezas que la tradición nos ha legado; es la insurgencia de la mente que no acepta los grilletes del dogma ni se aviene a ser encerrada en las ergástulas del mito, la ignorancia y la estolidez. Para ejercer la profesión de filósofo –que no requiere de título académico- basta por comenzar a indagar con la cabeza que Dios nos proporcionara en lugar de pedir en préstamo la ajena; abocarnos a implacable crítica de todas las ideas recibidas, de las menos prescindibles convicciones, de las costumbres vigentes, comenzando por detectar la presencia de tan vergonzosos huéspedes en el sancta sanctorum de nuestra intimidad, he aquí la única forma honorable de filosofar y la única que en esta época de vertiginosas mudanzas, permanente inestabilidad y confusión generalizada se nos presenta, sin discusión posible, a guisa de tarea insoslayable.

Para ser filósofo no sólo hay que cultivar el espíritu con enjundiosas lecturas, acopiar prolija, relevante y variada información, desarrollar el hábito de la introspección y del aguzado escrutinio sino que, por sobre todo lo demás, es menester que quien a tal dignidad aspira se disponga a convivir con el escrúpulo y la duda, abandonando para siempre los cómodos corrales a donde la manada, cuando llega la hora crepuscular, se enfila con desesperante instinto borreguil.

Hasta aquí me animo a enhebrar sobre tan delicado asunto mis divagaciones caprichosas. Si parece o no recomendable proseguirlas es cosa que gustosamente dejaré al arbitrio y decisión del lector.

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