Del campo a la ciudad

Del campo a la ciudad

El diario vivir en un ambiente rural difiere considerablemente de la cotidianidad urbana en las grandes ciudades. Nada se compara con un hermoso y tierno amanecer primaveral en nuestra campiña tropical. Contemplar el trinar del ruiseñor, seguido de un coro de cigarras en el monte es una estampa indeleble en la memoria. 

Son éstas experiencias sonoras capaces de detener las agujas del tiempo en el extasiado observador. Si a ello le agregamos el perfume fresco que se desprende de las flores cuyos pétalos se abren tras el suave beso del rocío mañanero, anunciando el proceso de la fecundación vegetal, asistido por el ejército de mariposas y la alegre presencia de uno que otro colibrí, conseguiremos la magia de estimular varios sentidos al unísono, lo que  haría más enriquecedora la experiencia campestre matinal. ¿

Quién no ha sentido la placentera conmoción interna que provoca el panorámico crepúsculo del atardecer hijo de los rayos del astro rey en su diaria despedida? La noche nos la anuncian las estrellas, la luna y los foquitos de las luciérnagas, conjuntamente con la música de fondo aportada por los incansables grillos. Agotada la vigilia, caemos, presa de Morfeo, en un hipnotismo natural. Durante esa etapa el inconsciente da rienda suelta a la imaginación, haciendo posible lo imposible mediante la ensoñación.

Poco a poco salimos del letargo nocturnal para entrar al espacio de la madrugada, antesala del nuevo día. Se ha  completado así una rotación completa de la madre tierra alrededor del árbitro central de nuestro sistema solar, cuyas leyes universales tan certeramente calculara Isaac Newton.

Vivimos y soñamos al ritmo del ecosistema, contando las olas marinas que van y vienen, mientras observamos las distintas especies acuáticas obligadas a extraer del agua la molécula vital, el oxígeno, en contraposición al Homo sapiens que lo extrae de la atmósfera. La brisa  marina que el sol calienta, genera nubes que ascienden al cielo para chocar con la foresta de la montaña, precipitándose en forma de lluvia que luego irriga el vientre terrenal y después regresa al mar a través de los ríos, lagos y lagunas.

Despertamos hoy en la ciudad en medio de una horrorosa pesadilla, enjaulados en cárceles de concreto, sin arboleda que contemplar, enloquecidos por el ruido atronador de los automóviles, con una atmósfera envenenada por monóxido de carbono. Sentimos el estrés del congestionado tráfico, una peligrosa incertidumbre hija de la potencialidad del atraco; cargados de miedo ante el desconocido que se nos acerca.  Engañados, muchos albergamos  la falsa esperanza de que la lotería resolverá nuestro crónico desbalance financiero.

Frustrados por la cruel verdad de la realidad citadina, planeamos cruzar los mares ya sea por barco o por avión, en busca de un mejor porvenir en otras tierras; sin embargo, resulta que por allá la cosa está peor. ¿Qué hacer? ¿Rendirnos? ¡Eso jamás! Hemos de luchar, resistir, convertir nuestra ciudad en un espacio saludable y digno de vivir, muy parecido a la fuente original de donde vinimos. Echemos nuestra  mirada atrás. Preservemos el pulmón montañero, los bosques, la pureza de los ríos, la fauna y con ello estaremos salvando de la hecatombe a todos los hijos del terruño que nos vio nacer.

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