Del chimpancé y el eslabón perdido, hasta Jesucristo

Del chimpancé y el eslabón perdido, hasta Jesucristo

Konrad Lorenz, destacado  zoólogo austríaco, decía haber hallado el eslabón perdido entre el mono y el hombre, porque ese empalme en la cadena evolutiva somos los humanos de la civilización actual, y que en realidad lo que falta por realizarse es el hombre. Nadie tiene que darse por aludido, especialmente porque Lorenz nunca vino al país, ni conoció personalmente las hordas cavernarias de políticos, legisladores, policías y machos dominicanos.

El científico afirma que hemos idealizado al hombre como un ser racional y en permanente evolución, lo cual pareciera ser más bien excepcional y no la regla, que se produce a veces en gente común, y en algunos santos, patriotas y héroes morales. Lord Byron, desencantado de sus congéneres sentenció: “Cuánto más conozco al hombre, más  amo mi perro”. Juan Bosch y Manuel del Cabral han indicado que es en el corazón de los hombres en donde está la esperanza de la salvación de la humanidad.

Una esperanza bastante resbaladiza, pues desde los tiempos bíblicos, se ha considerado el corazón del humano como inestable y engañoso y, como vemos a diario, muy endurecido para con nuestros prójimos. Recientes investigadores han reportado hallazgos contundentes, en cuanto a que el ser humano es muchísimo menos racional, más instintivo y muchísimo menos consciente de sus actos de lo que se suele suponer (The User Illusion, by Tor Norretrander). Tesis que el sociólogo y economista italiano Wilfredo Pareto había avanzado hace unos cien años, aunque Norretrander no lo menciona.

Tampoco psicólogos y “motivacionistas” actuales como Goleman y  Covey  reconocen los aportes de San Pablo, cuando se refieren a la inteligencia emocional y espiritual, como hábitos imprescindibles del verdadero triunfador. Pero lo trágico es que la “civilización del consumismo, del bienestar y del espectáculo”, se ha encargado de acelerar el retroceso de las presentes generaciones hacia la carnalidad y el sensualismo primitivos. (En muchos países hemos regresado a la bestialidad. No en vano una encíclica papal condena la presente como “cultura de muerte”).

A pesar de todo, el hombre, más correctamente, una  fracción de nuestra especie, evoluciona hacia lo superior, hacia lo realmente falta por aparecer, como dijera Lorenz: El Hombre. Hace dos mil y tantos años nació un varón en la pequeña Belén de Judá, en un pesebre. Quien antes de ser sacrificado fue presentado a Pilatos, el gobernador romano, y este pronunció, sin saber realmente lo que decía: “He aquí el hombre” (Juan 19.5). O sea, el prototipo de hombre que Dios tiene en su Proyecto de raza humana. Manso y humilde, sabio y esforzado, justo y perdonador. Los salmos aseguran que Dios no se regocija en la belleza del cosmos, ni en la fuerza de las bestias; tampoco en la inteligencia de los hombres: Sino que en el corazón humilde y dispuesto para su Plan. Por ello, millones ven el corazón de Jesucristo como la excelsitud de la creación. Se compara su perfección al lirio de los valles y a la rosa de Sarón.

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