Del ídolo que era de papel

Del ídolo que era de papel

POR ALEXIS MÉNDEZ
Julia me habló de todos los episodios en los que buscó hablar con ella. A pesar de los fallidos intentos, no se detenía. Quería decirle cuanto la admiraba, cuanto la querías. Soñaba tomarse un par de fotografías con ella, obtener su autógrafo. En una ocasión echó a perder su noche de San Valentín, la que prometía ser inolvidable.

El novio la llevó a que la viera cantar. Allí, se pasó toda la noche buscando la oportunidad para hablarle, mientras que su pareja bostezaba en compañía de tres sillas vacías y una botella de vino que parecía sudar por la espera. Finalmente no pudo hablarle, y el novio inició, a partir de ese momento, una cruzada en busca de una compañera más atenta y conversadora.

Tenía todos sus discos, recortes de periódicos, e informaciones acerca de su vida. Me contó que hasta llegó a imitar su forma de vestir y sus gestos. Mientras sus amigas deliraban por Chayanne, en la pared de su habitación no había más espacio que para colocar sus fotos, tomadas de periódicos. Mientras me hablaba, su madre agregó que temía que aquella obsesión la volviera loca.

Otro día se las ingenió para conseguir el número telefónico de su oficina. Llamó tres veces, y le dijeron que estaba ocupada. De la cuarta vez en adelante solo escuchaba una voz que le decía: Ha marcado un número equivocado.

La vio actuar en varias oportunidades, pero el azar siempre impidió que pudieran conversar. Hasta llegó a perder un cuatrimestre de la universidad porque tomó el dinero para ir a ver uno de sus shows.

Pero aquel monumento de fanatismo, construido en poco más de seis años, se derrumbó en tan solo una mañana. Julia estaba en una actividad profesional en Santiago de los Caballeros cuando la vio acercarse a la mesa donde estaba. De repente la encontró compartiendo en la misma actividad. Buscaban interese comunes.

Aprovechó el primer receso para decirle que era su fans número uno. El entusiasmo con que le habló contrastó con la frialdad con que la artista le contestó: Que bien… gracias.

Minutos después, Julia se ahogaba en su desilusión. Había descubierto que su ídolo era de papel. La observaba tomar actitudes arrogantes, mirando a todos por encima de los hombros. Me dijo que a pesar de sus cuarenta y tantos años, aquella mujer parecía una «insoportable Jevita», de esas que le hacen tiempo a las noches en la avenida Abrahán Lincoln» al compás de una música electrónica. Usaba sus acentos, forma de caminar. «Men», «Chopo» y «Apero», eran expresiones comunes en su léxico. En menos de dos horas insultó y humilló a cinco personas, y a un muchacho lo «negreó» dos veces.

Luego de aquel encuentro, Julia quemó las fotos y rompió los discos. No podía verla en la televisión, no aguantaba dos sílabas desprendida de su canto. Ya no la soportaba.

Me dijo que ha continuado envolviéndose en bohemias, que vive para escuchar un bolero o una balada de amor; pero que ahora admira canciones y voces, porque estas pueden ser buenas o pueden ser malas, pero son tal y como se perciben. Porque hay voces graves y punto. Porque un timbre agrada o desagrada. Porque las canciones te hablan del odio, y del amor sin salirse de contexto. Porque son sinceras. Porque no esconden nada, ni son hipócritas.

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