Del nacionalismo en la cultura

Del nacionalismo en la cultura

POR LEÓN DAVID
¿Ha tenido el lector ocasión de reflexionar acerca del nacionalismo en la cultura? Esta pregunta –acaso formulada con demasiada brusquedad– refiere a un añejo debate que, a pesar del rancio tufillo que despide, suele cada cierto tiempo reavivarse inoculando en el ánimo de la intelectualidad criolla el virus de la acibarada controversia.

En efecto, nosotros, los herederos de la ibera estirpe, ciudadanos bastardos de ese Nuevo Mundo que descubriera quinientos años atrás el Gran Almirante genovés, diríase que apenas nacidos a la vida independiente, cuando el siglo XIX ensayaba sus primeros vagidos, sucumbimos a la obsesionante idea de poseer una cultura propia distinta a la que el colonizador nos legara; cultura en la que pudiéramos reconocernos no como mera extensión marginal o desvaído calco de la metrópoli aborrecida a la que habíamos pagado tributo política, económica y espiritualmente durante más de tres centurias, sino como heraldos de inéditos valores que, en armonía con la avasalladora lujuria de nuestra naturaleza, nos asegurasen –privilegio feliz de la originalidad- lugar indiscutido en el concierto de las naciones civilizadas.

Ahora bien, me asalta la sospecha – no ando desvalido de razones que la apuntalan- de que la hodierna preocupación por lo que hemos dado en llamar “el conflicto de nuestra identidad”, tópico siempre en candelero en estas caribeñas latitudes y que ofrece abundante materia al pensador vernáculo, cabe ser remontada a los tiempos ya lejanos en que, concluida la épica jornada liberadora de la América hispana, resolvimos estrenar, junto con el escudo, el himno, la bandera y las flamantes instituciones republicanas, la muy romántica propensión, de moda en ese entonces, de atisbar y celebrar en los frutos más suculentos del arte y la cultura el genio de la raza, del pueblo y de la nación.

A tenor de lo expuesto, daré por sentado que las agrias polémicas doctrinales a que nos tienen acostumbrados filósofos, sociólogos, historiadores y hombres de letras cuando –paladines de la autoctonía– desempolvan categorías conceptuales como “cultura nacional-popular”, “transculturación”, “colonialismo ideológico”, “cultura dependiente” y otras muchas de semejante ralea, tales enconadas discusiones, insisto, por más que reclamen novedad, actualidad y urgencia, se nos descubren, al cabo y a la postre, cual otras tantas versiones, adobadas al gusto contemporáneo, de la vetusta inquietud que acerca de las problemáticas virtudes nativas soliviantara antaño el espíritu quisquilloso de nuestros tatarabuelos.

Empero, dejemos a un lado, en gesto de piedad, las aserciones que sobre el talante de la cultura hispanoamericana profirieran de manera recurrente y no exenta de amagos pendencieros nuestros conspicuos antecesores, para, sin afán de científico rigor ni de enjundioso examen, concertar algunos vislumbres en torno a como hic et nunc suele ser abordado dicho asunto.

Ya impuesto a externar a las claras y de manera frontal mi parecer, confesaré que siempre he visto con recelo la pretensión de conferir estatus nacional a la cultura. Pues si bien es cierto que en no escasas expresiones de la creatividad colectiva se hace fácil distinguir rasgos inconfundibles que identifican a una comunidad, a una etnia o a una tradición, no lo es menos que apenas franqueamos la esfera de lo cotidiano y popular y nos empinamos a los vastos espacios transparentes en que se gestan las más encumbradas obras de la sensibilidad e inteligencia humanas, vamos a topar con una contundente realidad: cuanto más depurado, abstracto y complejo se nos aparece el fenómeno creador, mayor será su vocación de universalidad y más valladares habremos de superar en el empeño siempre riesgoso e inseguro de adscribirlo al genio particular de una nación o de un segmento cualquiera del organismo social.

Seré el último en desmentir a quienes afirman que la nación (entendida como conjunto de individuos que comparten un mismo territorio y alimentan valores, hábitos, estilos de vida, proyectos, fobias y entusiasmos comunes) deja grabada su impronta, nítida y reconocible, en la mayoría de las actividades que el hombre de la calle realiza. Y como casi no hay vertiente de la humana conducta que no obedezca a pautas culturales –asumida la cultura en su más lato sentido-, cabe sostener sin desmedro de la imparcialidad que cuando comemos, cocinamos, caminamos, hablamos, gesticulamos, nos divertimos, trabajamos, etc., estamos manifestando –sepámoslo o no– un modo de ser, una tipicidad a los que el factum local y nacional brindan forzosamente contenido.

Sin embargo, convenir –de buena voluntad lo hago– que la fisonomía de un pueblo difiere de la de otras comunidades no autoriza a colegir en modo alguno que, primero, el sello cultural que lo nacional estampa en la persona sea necesariamente, en virtud de su supuesta o real oriundez, positivo y deseable; segundo, que lo nacional aflore con la misma intensidad en todos y cada uno de los plurales costados del humano quehacer; tercero, que cuando la marca de la nación –o de lo que por tal se tiene– no aparezca o resulte cuestionable su presencia, haya que tildar la creación de descastada y torpe; cuarto, que para preservar la pureza del marchamo local se justifique la adopción de una estrategia de quelonio ante lo foráneo, estrategia que consiste en proponer a guisa de panacea el sistemático aislamiento bajo el grueso caparazón de lo vernáculo.

Descreo de los beneficios que puedan derivarse de imponer tarifas aduanales al libre pensamiento. Figúraseme, otrosí, tremendamente peligrosa y errada la exigencia de aplicar a los frutos del intelecto y el espíritu los mismos procedimientos administrativos que son tolerables, ya que no apetecibles, en el terreno de la economía o de la gestión pública. Me resisto a conceder, por último, que ninguna alcabala cultural contribuya al desarrollo de las ciencias, las letras y las artes.

En lo que atañe a las más elevadas y significativas expresiones culturales del ser humano, atestigua incuria y mentalidad de campanario el anhelo de avizorar a toda costa un “estilo de nación” o la huella indeleble de lo autóctono. No existen unas matemáticas inglesas y otras austriacas; las leyes de la mecánica funcionan de la misma manera en China que en España; no estoy enterado de que la física venezolana hable castellano o flamenco la belga…, en fin, que cuanto concierne a la teoría, a la ciencia y a la sólida especulación, esto es, cuanto se relaciona con la provincia del conocimiento que ha transformado al mundo de manera radical e irreversible traspone las fronteras de lo nacional y se presenta a nuestra mirada en tanto que genuino fruto de la genérica universalidad del espíritu humano.

No es otra la razón de que los serios pensadores –entre los que este humilde foliculario desearía incluirse– repudien con indignación cualquier intento de restringir el libre flujo del conocimiento; y desenmascaren sin titubeos ni blandura la indigencia mental de quienes consideran que la cultura propia se defiende levantando barreras policiales a las ideas ajenas.

Hasta aquí mi descosida reflexión. Sobre los fatigados hombros del lector dejaré la tarea de seguir meditando en el asunto.

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