Del púlpito al infierno

Del púlpito al infierno

El padre Merejete pisoteó los diez mandamientos, se tragó los pecados capitales, mandó a la porra el don de continencia y enlutó la sociedad. El Ángel Caído lo asumió como un desafío personal. Las perversiones sexuales han afectado a la humanidad desde el Génesis; pero, entre todas, hay una aberración que raya en la más ruin y execrable.

El sacerdote es, ante todo, un hombre de Dios, dotado del privilegio de consagrar el pan y el vino.

La condición de “hombre de Dios” conlleva un respeto sagrado por parte de los creyentes. Él contiene en sus manos un tesoro de salvación. Es, en sí mismo, un ser que hace presente la figura de Cristo a través del ejemplo.

A Merejete se le puso negro el crucifijo que resguardaba su alma y corazón.
El Dueño del Mal nunca había abandonado su trono desde que fue desterrado del cielo.
Bencito era verdad con la cara sucia, la belleza con una cortadura en un dedo, la sabiduría con un chicle en el pelo y la esperanza en el futuro con una rana en el bolsillo.

El niño tenía el apetito de un caballo, la digestión de un traga espadas, la astucia de un gato, la energía de una bomba atómica, los pulmones de un dictador, la imaginación de Julio Verne, la vergüenza de una violeta, la audacia de una trampa de fiera, el entusiasmo de una hormiga y, cuando rompía los límites, dejaba sus huellas como muestra de inocencia.

Todo lo prodigioso quedó a un lado cuando ese domingo, Bencito se resistió, a regañadientes a asistir a la clase de catecismo. Mostraba un miedo sumo debajo de la cama.

El porqué de esa actitud, la cual ya se había dado en otros infantes, sólo la conocía Danicela, la conserje de la casa curial. Pero optó por guardar silencio para que el cielo no llorara. El Expulsado del Paraíso no soportó más y se tiró al mar de fuego.

Dios es infinitamente bueno; pero, también, infinitamente justo.
El señor de las Tinieblas comenzó a prepararse para su “cara a cara”.
Danicela, ante tanta presión, dejó un papelito arrugado y desapareció.
La oveja negra fue interrogada por el episcopado. Él desarrolló una conducta defensiva y ritual.

La prueba estaba ante los ojos de la comunidad; pero, le pusieron una sombrilla.

Se pasó por alto el acto de lesa humanidad, alegando que eran suspicacias surgidas por su trato afectuoso hacia los niños.

Sólo las criaturas inocentes y sus familiares llevaban a cuestas la promiscuidad infantil de Mejerete.

La oveja descarriada, durante cuarenta años, tentó al Ángel Caído. Le tuvo nadando en contra de la corriente. Parecía el cobrador de la deuda de los cuarenta días en el desierto.

En el patio de la iglesia aparecieron unos panfletos insinuantes:
“Quemar al pederasta y esparcir al aire sus cenizas, para que no quede nada de él”.

“Castrar al pedófilo y colgarle de las piernas, con la cabeza hacia abajo, hasta que muera desangrado”.

La conferencia del episcopado, para calmar los rumores, publicó la carta pastoral:

“Los siervos de Dios tenemos debilidades como todos los seres humanos. Humildemente, pedimos perdón en nombre de la iglesia”.
¡Satanás no perdona!

Llegó el tiempo de cuaresma. Tiempo de vigilia pascual. Viernes Santo. La iglesia estaba atestada de gente. Mejerete miró con picardía a un niño con la rabiza del ojo; y ese flechazo le hizo emitir un llanto desolador:
¡ay!, mami.

El mar de fuego se abrió en dos. De lo más profundo el diablo emergió. Tenía la contextura de un libro de sangre, dondequiera que lo abría estaba rojo. Incandescente.

En un pestañear, Satanás irrumpió en el templo. Como un rayo, se estrelló en el altar. Lo enrojeció.

Cuando los feligreses escrutaron, atónitos, a su alrededor, faltaba uno: el profanador del púlpito: el pederasta.

¡Al infierno se lo llevó!

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