Del temor a lo desconocido

Del temor a lo desconocido

POR LEÓN DAVID
Antes que nada, debo agradecer la gentileza del lector, que da prueba de excelentes modales y de exquisita cortesía al abrir de par en par las puertas de su espíritu apenas escucha el aldabonazo de estas mis intemperantes reflexiones. Confieso que a veces me cuesta comprender tan acogedor talante, tan amistosa índole hospitalaria que, pese a mi desfachatada impertinencia, no cesa de prodigar afabilidad y discreción.

Porque si de algo se me puede tachar sin merma de la justicia ni agravio a la cordura es de que, a la hora de expresar mis opiniones, no me curo de las buenas maneras. De modo que, amén de inoportuno, luciré (¿qué otro calificativo abonar a la cuenta abultada de los desaires?)…, irrespetuoso… Sea; y pues no pienso domeñar la arisca impetuosidad de mi palabra, habrás de resignarte, ponderado lector, a seguir recibiendo un trato hirsuto y totalmente inmerecido; a menos que –sería sin duda el más sabio proceder- desvíes al punto la mirada de este escrito que, harto me temo, inocula en la sangre la ponzoña de la provocación e infecta el ánimo más apacible con el virus de un desasosiego letal.

Advertido estás… ¿Insistes, sin embargo, en hacerme compañía? En ese caso no te arriendo la ganancia; tuyo es el riesgo, y que del gasto te responda la intromisión. Yo guía turístico no soy; y no me obligan tu inocente curiosidad ni tu bizarría imprudente a depositarte, al cabo del azaroso peregrinaje que vamos juntos a emprender, en puerto resguardado. Como ignoro a qué lugar me conducen mis pasos, duermo donde la noche me sorprende. Nadie determina mi rumbo. Lo mismo se me da echarme bajo la copa refrescante de un árbol y descansar a la intemperie que alquilar cómoda habitación en abrigado hostal… Así, andariegas, antojadizas, vagamundas, errantes, se enfilan mis ideas, teniendo como única meta el horizonte. Y yo las dejo corretear a su guisa porque después de alimentadas con las experiencias de abiertos espacios e inéditas comarcas, retornan con apremiado trote a la seguridad de la majada.

Es que la gente ha perdido el gusto de la aventura; nada horroriza tanto como lo imprevisto; lo que de súbito llega cuando no lo esperábamos, antes que regocijar por la novedad que injerta en nuestra vida, amenaza con su insólita presencia. Quisiéramos poder sostener los hilos traviesos de la suerte como el jinete maneja la dócil montura, bien sujeta la rienda entre sus dedos. Si en alguna tarea ponemos especial ahínco es en descombrar nuestra ruta –y por ello jamás variamos el itinerario- del hecho sorpresivo y de la contingencia inopinada. Cuando más familiar y obvio se presenta el panorama de nuestra cotidianidad, más a resguardo nos sentimos; y estamos dispuestos siempre a sacrificar a pareja garantía el éxtasis del misterio y el encanto anonadante del asombro. Para evitar el peligro que creemos advertir en todo lo que ignoramos, nos privamos del deleite que proporciona contemplar el extraordinario espectáculo que hasta ese instante no habían vislumbrado nuestro ojos; para mantener a todo trance la ilusión de que somos dueños absolutos de nuestra existencia, la vaciamos de sustancia, le extraemos lo único que puede hacerla digna de maravilla y pasmo, conducta insensata que derechamente nos convierte –y créame el lector que no miento ni exagero- en monarcas de un estéril peñón. Por simple pusilanimidad y encogimiento de ánimo desperdiciamos la feliz ocasión de tonificar el pensamiento, remozar la imaginación y enriquecer la sensibilidad mediante el expediente de afrontar con creatividad el hecho inaudito o la circunstancia desusada, y a trueque del plomo gris de la inmovilidad que a lo anodino nos amarra, entregamos, oro de ley, el turbador prodigio de lo insospechado.

¿Qué ganamos con semejante conducta? Aparte del supradicho sentimiento de inmunidad, que nos hace falsamente confiar que estamos al abrigo de cualquier descalabro, el triste derecho a no reflexionar, el dudoso privilegio de subordinar nuestras vidas a las exigencias de la rutina, a los automatismos de la costumbre, a los códigos tan meticulosos como hueros del convencionalismo social, al protocolo insulso de la superficialidad. Porque es regla que el hombre que rehuye el encuentro con lo impredecible y enigmático, de sí propio escapa y de su inofensiva sombra huye despavorido. Quien se entrega al programado régimen de la reiteración, a la torpe repetición y trivial cultivo de los mismos gestos, las mismas emociones y las mismas palabras, termina por trasformarse en muñeco sin voluntad, en silueta sin espesor carnal, en caricatura desastrada para la que siempre resultará demasiado esquivo el vocablo de «hombre».

Empero, caro lector, sospecho que percibiendo el énfasis con el que mi expresión se inflama, podrías dar acaso en el errado dictamen de que mi pluma carece de la imprescindible ecuanimidad que el examen minucioso de tan intrincado asunto demanda; y no me extrañaría que atribuyas a los excesos de la imaginación desbordante o al ímpetu de la pasión desorbitada las conjeturas que en torno a la pereza espiritual del sujeto rutinario acabo de estampar…, suspicacia de la que sólo me defenderé con el siguiente alegato: si bien es cierto que mi verbo se encabrita fácilmente congestionando el período a golpes de epítetos sonoros, giros modales y encadenamientos inacabables de oraciones subordinadas y yuxtapuestas, la hinchazón elocutiva a la que rindo pleitesía no tiene por qué ir en menoscabo de la verdad de los conceptos exhumados o en desdoro de la eficacia de la argumentación.

¿Qué soy emocional? ¡Vaya descubrimiento! Nada más ajeno a mi naturaleza que la flema británica. Pero es lúcida mi pasión porque no va dirigida a justificar las bajas apetencias del instinto, sino a sostener e impulsar los afanes cogitativos del intelecto. Y el intelecto me señala lo que me confirma la intuición: que el valor de la humana existencia se finca en la sorpresa que al minuto impenitente y prófugo logramos arrancar; se consolida en el milagro de cada día, cuando con limpios ojos contemplamos las cosas habituales; se multiplica y afianza en la fascinación que suscita la incógnita tenaz de nuestra insólita propensión racional… Con el pensamiento nacen la incertidumbre y el error; el hombre es el gran inventor de la falacia: él es verdad y mito, utopía y quimera. Quien quita, después de todo, que en la equivocación y el desvarío –privilegios que concede la libertad a al humana criatura- resida justamente el secreto de su trágica grandeza tanto como de su inconmensurable ridiculez…

Acaso, si los astros me son propicios, sobre este tema volveré a perpetrar un día cualquiera otras ociosas inquisiciones…

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