Delincuencia, cultura y sociedad

Delincuencia, cultura y sociedad

CLAUDIO ACEVEDO
Podremos explicarnos mejor la furiosa embestida de la delincuencia si tratamos de desentrañar lo que ella expresa en el fondo. ¿Son los delincuentes monstruos aberrantes o acaso la expresión perversa de algo que toca las fibras de la cultura social? La respuesta envuelve un profundo significado sociológico, económico y cultural. La delincuencia encuentra en la cultura general una serie de alicientes que se hacen más fuertes en la medida que nos adentramos en la periferia social. Allí donde la marginalidad cuece los caldos más deshumanizantes. Los retorcidos valores que le sirven de soporte están bien asentados en una cultura de aceptación y permisividad que no cuestiona el origen de los bienes e ingresos malhabidos. Esto crea una laxitud moral frente a todo tipo de transgresiones sociales.

Tanto en los barrios como en los más altos niveles de la sociedad, no se condena al ostracismo social a quien no para mientes en violentar las normas de convivencia con tal de conseguir objetivos particulares. Más bien se le celebra bajo el eufemismo de que “fulano se la sabe buscar.”

Hasta que un día esta cultura se combina con grados extremos de pobreza, marginalidad y exclusión social, generando un proceso indetenible de violencia e inseguridad, frente al cual respondemos reactivamente, exigiendo medidas que solo pueden tener un efecto paliativo. La violencia reparte sus foetes sobre las atribuladas espaldas de una sociedad que se arquea de dolor ante la intensidad de los latigazos. La delincuencia está que hace olas sin arrecifes sociales capaces de contenerla en sus antiguos confines. De hechos aislados y esporádicos, los actos de desafuero se han convertido en hechos continuados que crean una cotidianidad incierta.

Ante esta situación, muchos nos preguntamos si habremos llegado a un punto de rompimiento de nuestra cohesión social. Otros, más especulativos, resaltarán la coincidencia del auge del delito con la instauración del nuevo código penal y procesal, con su insistencia en la suficiencia y patetismo de “los indicios de culpabilidad.” Indicios cuyo proceso de evidenciación devuelve prontamente a las calles a los disociadores, engrosando de esta manera el ejército de la delincuencia.

Muchas referencias sobre este fenómeno se quedan en el aspecto descriptivo del mismo. Otros solamente acceden a su superficie fenómica, tocando la forma y dejando de lado el fondo del problema. En este caso, forma y fondo reiteradas veces se confunden, impidiéndonos conocer las verdaderas soluciones.

Soluciones que hay que buscarlas corrigiendo la vulnerabilidad social de esa gran mancha urbana que se expande descontroladamente alimentada por la emigración rural que puebla cañadas, márgenes de ríos y crea gettos, donde se extreman todo tipo de carencias.

El desorden que así se provoca viene acompañado con toda laya de actividades delictivas que aparecen como amenazantes (crecimiento de los asaltos, venta y tráfico de droga y prostitución, actividades de sobrevivencia desesperada en la vía pública, asaltos a transeúntes y a casas, delitos sexuales, etcétera).

Miles de estos jóvenes que malviven en este criadero de conductas degenerativas no encuentran sitio en el mercado laboral ni en el sistema educativo. Se encuentran en contextos familiares y sociales de desintegración acelerada y carecen de perspectivas definidas de futuro. En estos antros de miseria está la fábrica donde se “cocinan” las proclividades delictivas.

De aquí al acto de delinquir solo hay un paso sujeto al empujón de cualquier circunstancia. Diariamente, cientos de estos jóvenes dan este mal paso, desenraizados de los códigos éticos mediante los cuales se mantenían cohesionados nuestros barrios y comunidades. Vista de este modo, la delincuencia nos acusa como perpetuadores de la sociedad que la incentiva.

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