No tienen que enmascararse, tomar un arma, atracar o matar. Tampoco asaltar un banco ni secuestrar a alguien. Y, sin embargo, ¡¡¡roban!!! Ladrones encorbatados, políticos corruptos que desfalcan al Estado, protagonizando una delincuencia de alta rentabilidad y libre de riesgos, enquistada en las mismas entrañas del poder.
¡¡¡Roban!!! Roban millones en un ejercicio político delincuencial bajo el manto de la corrupción impune, mal de males de República Dominicana, interconectado a la perturbadora violencia que ensangrienta al país.
¡¡¡Roban!!! Millones en pesos y en dólares, al amparo de complicidades que crean y consolidan fortunas. Miles de millones desviados de áreas cruciales para el desarrollo, que no aparecen en sus falsas declaraciones juradas de bienes, tantos que en un solo cuatrienio de gobierno superan el monto sustraído a mano armada en asaltos a bancos y financieras, transportistas de valores y otros atracos ocurridos en igual período.
En los poderes del Estado. La delincuencia política, hurto mayúsculo con perniciosas repercusiones éticas, económicas y sociales, tiene gruesas raíces en los tres poderes del Estado: Ejecutivo, Judicial y Legislativo, ramajes extendidos en alcaldías y juntas municipales, que se entretejen con la delincuencia empresarial y el narcotráfico.
De la corrupción impune, que hizo del ejercicio político un lucrativo negocio, deriva un dinero sucio que corrompe partidos y candidatos, contamina campañas electorales de oscuro financiamiento, sin importar si procede del narco, el contrabando o el lavado de activos.
Esa conducta delictual tiene aliados entre jueces y fiscales, se infiltra en los organismos de seguridad, involucra a oficiales y rasos de la Policía y de las Fuerzas Armadas que protegen mafias de delincuentes o se asocian al tráfico de drogas y al crimen organizado.
Interconexiones. La corrupción y la impunidad corroe la institucionalidad, tienen encadenamientos devastadores que urge romper. Efectos nefastos, desde la pobreza, el déficit de servicios públicos y empleos, hasta la muerte de personas por la crisis hospitalaria.
Ese modelo delictivo incentiva la evasión tributaria, se interconecta a prebendas y privilegios, tiene nexos con el contrabando de medicamentos, mercancías y armas de fuego; el tráfico humano, el crimen financiero y ecológico.
Por el mensaje implícito de que se puede incurrir en corrupción sin sanciones, el enriquecimiento ilícito se convierte en factor desencadenante de violencia, de la incontenible delincuencia y criminalidad que nos agobia, instando a jóvenes y adultos a robar, porque impunemente lo hacen políticos y empresarios poderosos.
Esa delincuencia política, absuelta de Gobierno a Gobierno con el “borrón y cuenta nueva”, se enmarca en lo que la Sociología Criminal denomina delito de los poderosos, en los que “la autoridad que confiere una posición es utilizada con fines delictivos”, como ha ocurrido en los gobiernos reformistas, perredeístas y peledeístas, con escándalos cada vez más resonantes en las administraciones moradas.
Sobornos, sobrevaluación de obras de infraestructuras, comisiones, venta ilegal de terrenos, concesiones onerosas, empresas fantasmas. Malversación de fondos, el gasto dispendioso del patrimonio estatal que profundiza los hoyos financieros, taponados con un creciente endeudamiento, generador de nuevas deudas e impuestos.
Fraudes ocultos que de vez en vez afloran con escándalos indignantes: Oisoe, Bahía de las Aguilas, aviones Tucanos, Los Tres Brazos, Odebrecht, Corde, CEA, pero tras el clamor de justicia, el estruendo se disipa, los acalla el olvido.
Sin embargo, el caso de la empresa brasileña Odebrecht, donde el velo del delito fue rasgado en el exterior, parece despertar la anestesiada conciencia ciudadana, esperanzada en que las pruebas seguirán llegando de ultramar.
Muchos otros escándalos de corrupción siguen impunes, delitos que a funcionarios civiles y militares amontonan riquezas. Asimismo, a políticos convertidos en empresarios que aprovechan sus cargos en el Estado para hacer negocios ilícitos, conexiones empresariales, triangulaciones comerciales y financieras.
Con fines de aprobar leyes, proyectos, contratos, incentivos, buscan alianzas para cambiar reglas del juego en beneficio propio y de empresas de las que reciben sobornos, unos en el Palacio Nacional, otros en la Justicia o el Congreso. Ahí llega el “hombre del maletín”, facilitador de irregularidades enmarcadas en el crimen corporativo.
Erradicar la corrupción impune es impostergable. Combatirla exige desembarazarnos de la actitud permisiva, la tolerancia reforzada por el clientelismo que contamina los diferentes estratos sociales y resquebraja la moral colectiva. Preciso es convencernos de que, indefectiblemente, de persistir ese modelo delictivo, nos devorarán la violencia y la criminalidad.